Museos y memoria ante los desafíos de la pandemia

Carlos Henríquez Consalvi

El 14 de marzo de este año 2020, un equipo del Museo de la Palabra y la Imagen retornamos de un intercambio en Sao Paulo, y al llegar al aeropuerto, bajo custodia militar fuimos recluidos en un centro de contención durante 42 días, sin ningún tipo de aislamiento, en medio de la danza de los virus. En esas circunstancias aprendimos la lección de que no estábamos ante una “pequeña gripe” como le escuchamos decir a Bolsonaro en Brasil, ni estábamos ante un fenómeno pasajero como argumentaba Trump -sin mascarilla- desde la Casa Blanca. 

Entonces comprendimos la urgencia de guardar las memorias de la pandemia, que pudieran aportar lecciones para la no repetición de los errores cometidos durante la imprevista emergencia sanitaria. Con nuestro equipo comenzamos a pensar de como podíamos colectar esas memorias, de una manera ciudadana, colaborativa y participativa, explorando nuevos caminos ante los desafíos del Covid-19. 

En ese entorno reflexionamos sobre la metáfora de como algunos espacios culturales han estado por años en cuarentena, en confinamiento debido a prácticas profilácticas excluyentes, que determinaban quienes podían visitarles, que temáticas mostrar y cuales temáticas ocultar al público. Como en toda cuarentena, en la visita a algunos recintos culturales, se establecían medidas de alejamiento y distanciamiento, lo más parecido a una visita a un hospital con coronavirus, el silencio a guardar, el miedo a tocar.

El Museo de la Palabra y la Imagen, apareció públicamente en 1996, como una propuesta cultural desde la sociedad civil, y propuso la dinámica de un museo sin paredes, que saliera en busca de esos públicos, de esas comunidades que habían estado en cuarentena cultural, que habían estado en confinamiento. 

En aquellos tiempos, recién finalizada la guerra, la primera tarea fue escuchar las voces de las madres de los desaparecidos, las voces de los sobrevivientes de los poblados masacrados como los de El Mozote, El Sumpul, y tantos otros. Y por supuesto, escuchar las voces de las comunidades indígenas y campesinas, para que ellas determinaran que temas deberíamos abordar y cómo abordarlos. Una vez producidas las exhibiciones, en itinerancia, el museo se tomó iglesias, escuelas y todo tipo de ámbitos públicos. Tratamos de proponer espacios alternativos, distintos a los espacios convencionales que no tenían la fuerza de la palabra y la imagen, para convocar al diálogo y la interacción. 

La pandemia ya ha causado la muerte de numerosos emprendimientos culturales o clausuras temporales. Esta realidad nos plantea la muerte, o la reinvención.  La pregunta del presente:

¿cómo sacar del confinamiento, distanciamiento social o cuarentena a los espacios culturales?  Se plantean reinvenciones basadas en la interacción y el diálogo con nuestros usuarios.

El 15 de octubre de este año de pandemia, el Museo de la Palabra y la Imagen, abrió sus puertas al público, luego de siete meses abocados a ofrecer de manera virtual exhibiciones y propuestas culturales. Durante el confinamiento,  liberamos en línea nuestras publicaciones, y en plataformas digitales, ofrecemos  alrededor de 200 films y videos, sobre la historia cultural, política y social de El Salvador, al servicio de la investigación y el público interesado: Archivo Digital.

Ciertamente es tiempo de abrir nuestros espacios, pero también la apertura en un sentido metafórico significa pensar en el rol social qué tiene el museo en tiempos de crisis, en su papel de centro de interpretación del presente a partir de las lecciones del pasado. En medio de la pandemia, el compromiso ético de los museos debe ser el de aportar a la reflexión critica de como formamos ciudadanos comprometidos con la vida y el cambio social.

Hoy se ha señalado que la pandemia ha convertido a los multimillonarios, un 200% mas ricos, y ha hecho mas pobres a millones de personas en todo el planeta, y por supuesto ha golpeado con saña el eslabón mas débil: la cultura. Como se refleja en el cierre de museos, teatros, cinematecas y emprendimientos comunitarios.

Los museos desde su papel frente a los derechos ciudadanos, juegan un rol mas que importante sobre la observancia y monitoreo de esos derechos.

Es preciso velar porque a partir del miedo al virus, no se establezca el olvido y se impongan en Latinoamérica, autoritarismos, con esquemas negacionistas ante las violaciones a los derechos humanos, actitudes que, en conjunto, atentan contra la cultura democrática que a nuestros países ha costado la sangre y la vida de tantos.  

El no olvidar cobra nuevo sentido; a lo largo de la historia hemos pasado por otras pandemias, la memoria episódica nos recuerda momentos traumáticamente intensos de nuestra vida social: levantamiento indígena y campesino en 1932, décadas de dictaduras militares sostenidas sobre la tortura, la desaparición y el exilio, el ciclón de 1934, inundaciones, la guerra con Honduras en el 69, la guerra civil de los ochenta. Estas experiencias nos obligan a preguntarnos ¿qué aprendimos de estas historias? Hoy es preciso no olvidar que seguimos viviendo porque sobrevivimos con resiliencia a otros tiempos de zozobra.  

En este contexto, el Museo de la Palabra y la Imagen convocó a la sociedad a participar en la campaña “De la pandemia a la esperanza” con el propósito de formar un archivo ciudadano, a través de escritos breves, fotos, videos, audios, o dibujos que recogen las diversas voces e historias con las vivencias familiares y comunitarias sobre la pandemia. Con este archivo histórico, se ha de producir exposiciones, libros y audiovisuales testimoniales para compartirla de forma presencial y en plataformas virtuales.

La hora actual, nos obliga a repensar el concepto mismo del museo, si existen bio políticas, el museo puede ser también un bio-espacio, es decir, el lugar desde donde pensamos la vida, con el propósito de qué esta sea una vida mejor. Finalmente, es compromiso ético del museo mostrar los ropajes con las cuales las sociedades han escondido y disfrazado la exclusión social, y mostrar la desnudez de las desigualdades.

Memorias que nos puedan enseñar a enfrentar nuevos desafíos, con lecciones aprendidas, respeto a los derechos ciudadanos, y fundamentalmente con visión colectiva de país en cuya construcción se anteponga la vida y el bienestar de los más vulnerables. 

En suma, es la hora propicia para abrir los espacios culturales, que históricamente han estado en cuarentena, y transformar en oportunidad, estos tiempos de incertidumbre.

El texto forma parte de la mesa LA CULTURA COMO REGISTRO DE LA HISTORIA. ¿QUIÉN CUENTA LA PANDEMIA? realizada el martes 20 de octubre en el marco del seminario Intersecciones Vol. 2. Repensar desde El Salvador las relaciones entre cultura y desarrollo en tiempos de pandemia.

Tiempos de confinamiento

Alexander Córdova

*Imagen de Archivos de una Pandemia. Autor Christian Eugenia Calderón Montaña.

Luego de los primeros 15 días de cuarentena domiciliar perdí la noción del tiempo. Esa percepción que todos los días eran domingos era abrumante. Querer terminar un fin de semana que cada vez se estiraba más y más, fue abrumador. Al principio, abrigaba esa sensación de vacaciones merecidas porque las reglamentarias no son nunca suficientes. Luego llegó la ansiedad de hacer cosas caseras que dejaste pendientes. Un mes más tarde sólo había espacio para la procrastinación y esperar las cadenas nacionales de radio y televisión. 

La vida productiva se detuvo. De un día al otro encontramos los teatros, parques arqueológicos, museos, centros culturales, casas de la cultura, escenarios alternativos y plazas públicas cerrados.  La prohibición de todo tipo de reunión con más de 100 personas, el cese de todo proceso artístico formativo o creativo, la interrupción de proyectos en implementación que proponga contacto físico, la suspensión de carteleras y eventos artísticos, así sucesivamente una larga lista de limitantes en torno a prohibir encontrarnos unos con otros.

Sucesivamente llegaron múltiples decretos gubernamentales de confinamiento obligatorio o voluntario, generando como consecuencia la restricción del derecho a libertad de movilidad. Una medida drástica que supone interrumpirlo todo buscando contener la gripe mortal latente, para priorizar que continúe la población saludable. Una situación complicada de asimilar teniendo en cuenta el cierre total de los espacios de socialización para cualquier persona, a excepción de los lugares para el abasto de alimentos y medicinas.

Bajo este contexto de pandemia COVID-19 se nos impone en una situación interesante en la gestión cultural: repensar las formas y modos de continuar sin perder la esencia de la diversidad, la inclusión y el compromiso sociocultural, en las diferentes iniciativas que estaban sosteniendo antes del confinamiento. Sostenerlas en tiempos “normales” ya generaba una serie de dificultades a sortear y niveles de riesgo a mitigar con el fin de alcanzar los resultados propuestos. 

Si observamos el panorama de la emergencia sanitaria del mundo y del país es fácil pronosticar tiempos difíciles, tanto para proyecto culturales centralizados o en los territorios,  de carácter gubernamental, no gubernamental o independiente. Se pronostican menos fondos para cultura – una constante histórica en el presupuesto gubernamental para este sector- pues la prioridad será implementar medidas de contención y mitigación para frenar la pandemia entre la población, es decir, procurar la salud pública. 

Pero la creatividad tiene una llave maestra que permite abrir puertas a soluciones o aportar a las posibles soluciones desde la cultura.

Desde el encierro se gestan ideas en el campo de las artes desde lo virtual y en complicidad con el trabajo colaborativo de artistas independientes, gestores culturales, colectivos artísticos, fundaciones o asociaciones que promueven iniciativas culturales. 

Retomar virtualmente procesos iniciados desde los presencial puede ser frustrante para todas las partes involucradas en un proceso creativo. A esto podemos sumarle la resistencia al cambio abrupto de hacer las cosas. En el caso de la población migrante digital versus a la población nativa que navega cómodamente en todas las redes sociales y plataformas digitales existentes en internet.  Es allí donde comienza a surgir luz a través del túnel y despuntan algunas formas de resolver la salida a “campo abierto”.

A esta fecha podemos enumerar diversas formas creativas de mantener las iniciativas culturales a flote. En este contexto se inician el aprendizaje virtual, bajo la modalidad sincrónica y asincrónica, de diversos procesos de formación en diferentes disciplinas artísticas. En diferentes formatos podíamos recibir en clases de música, danza, teatro, gestión cultural, nuevas herramientas digitales para la creación artística, dibujo y pintura, producción audiovisual, entre muchas otras propuestas a las que acostumbran a ofertar en modo presencial. 

En un momento teníamos a nuestro alcance en nuestro teléfono móvil o en el ordenador una variada oferta de consumo cultural, tanto de producciones en bellas artes como de creaciones artísticas de base comunitaria. Una envidiable cartelera nacional de espectáculos escénicos en formato “Live” o en archivo audiovisual de manera gratuita o a bajo costo para lidiar con el tedio de la sentencia “Quédate en casa”.  Los conciertos y recitales en línea no se quedaron atrás. Lo importante de todo esto es que la modalidad no afectó la calidad.

En algunos casos se extrañaba la necesidad de lo presencial de algunos formatos que obviamente se disfrutan más frente a un escenario acompañado de otros espectadores, esa cercanía con el momento creativo y la atmósfera del espacio en donde se desarrolla. Y no faltó la crítica de creadores sobre si esto se podía considerar un hecho artístico bajo la lupa de la diversidad de métodos o formas de crear. 

Asimismo, notamos de manera inmediata una explosión en redes sociales de múltiples conversatorios o foros con temáticas que abordaban  diferentes áreas de la cultura y el arte propuestos desde diferentes colectividades. Tertulias amenas en donde voces nacionales compartían sus inquietudes y proyectos con participantes de diferentes latitudes poniendo en agenda temas pertinentes al quehacer cultural frente a la pandemia.

En estos espacios de diálogo se logró conocer de experiencias territoriales muy interesantes dentro del universo cultural nacional; resultado de esfuerzos y procesos locales pertinentes y con buena calidad. Con agendas participativas claras y propuestas de solución utilizando todas las sinergias patrimoniales, artísticas, de derechos humanos, de memoria histórica, pueblos originarios y afrodescendientes, en fin una diversa lista que a pesar de contexto adverso por la medidas implementadas por la CODVID 19 se mantienen vigentes.

Una de las preguntas que resuena en la cabeza de las y los creadores, artistas y gestores culturales es

¿Qué hacer frente a esta situación generada por las medidas sanitarias por la pandemia?

La idea de continuar con todos los procesos e iniciativas artísticas-culturales frente a una modalidad que propone el distanciamiento físico, la cotidianidad del uso de la mascarilla, las limitantes para el acceso a los espacios públicos, la cuarentena voluntaria junto a la incansable necesidad de frotarse las manos con alcohol. 

Por otro lado, el ser humano desde la perspectiva psico-bio-social de retornar a su estado de normalidad acostumbrada y la necesidad intrínseca de retornar a los espacios de socialización y volver a convivir con una cotidianidad menos letal. Disminuir el temor de visitar un museo, un teatro, un cine o un parque y disfrutar de un cartelera híbrida entre lo virtual y lo presencial. Además de la certeza que nuestro quehacer puede proporcionar un antídoto en esta delicada situación de salud pública. 

Bajo este contexto, que está ocasionando deterioro en el manejo de las emociones de las personas podemos utilizar el arteterapia, y sus diversas herramientas que propone esta combinación de disciplinas, en la sanación colectiva luego de un estadío difícil de asimilar para todas y todos.  Volver a escuchar un concierto al aire libre, disfrutar de un espectáculo teatral o dancístico en una plaza pública, visitar los museos a cielo abierto, de modo de avanzar reinventando las modalidades de producción y volviendo paulatinamente a la normalidad.

Es importante continuar con los diferentes procesos formativos que permitan nuevamente la reorganización de la colectividad y la dinamización del aprendizaje artístico formal y no formal. Es necesario que se retomen y continúen con estas iniciativas en los territorios y potenciarlos. No debemos perder de vista ese caudal infanto-juvenil de talento que está presente a todo el país. 

Retomar las tradiciones o conmemoraciones de índole cultural que se truncaron por el contexto y en especial aquellas que estaban en proceso de preservación ante la indiferencia de la memoria oficial, en especial las determinadas desde los pueblos indígenas y afrodescendientes que aportan al país una riqueza más diversa y multicultural. Hay que buscar creativamente todo tipo de alternativas para continuar. Es desatinado detenerlo todo. Se debe continuar con la certeza que las propuesta son empáticas con las necesidades de este momento.

En una coyuntura como esta se debe redefinir cada estrategia. Las políticas públicas destinadas a la dimensión cultural deben repensarse para esta nueva realidad.  Será la habilidad del manejo de lo virtual y lo presencial la clave que facilite continuar con la dinámica que se había estado promoviendo y potenciando desde cada sector de la cultura. En esa hibridación en los modos de producir esta la solución mientras se encuentra un alivio definitivo a lo sanitario.

El texto forma parte de la mesa LOS CUIDADOS. EL ARTE Y LA CULTURA COMO ANTÍDOTO / VACUNA ANTE EL VIRUS realizada el viernes 23 de octubre en el marco del seminario Intersecciones Vol. 2. Repensar desde El Salvador las relaciones entre cultura y desarrollo en tiempos de pandemia.

 

Tejer la esperanza. El futuro hacia lo comunitario, lo pequeño, lo solidario

Marlen Argueta

Estamos en un momento histórico donde la pandemia COVID-19 ha vuelto evidente los problemas estructurales con los cuales cargan nuestros países en Latinoamérica, ha puesto de manifiesto la fragilidad de la vida ante la desigualdad económica, política,  social y cultural a nivel mundial. Esta crisis sanitaria nos recuerda que algunas palabras existían antes de la pandemia, como racismo, pobreza, extractivismo, conservadurismo, crisis hídrica, machismo, colonialismo y un sin fin más que podríamos agregar a una larga lista de conceptos, los cuales comparten la mercantilización de casi todas las cosas.  

En medio de esta crisis mundial la cultura también se encuentra en emergencia. En muchos países ya se han establecido el cierre de espacios, cines, parques, sitios arqueológicos, museos, cancelación de espectáculos, conciertos, despidos, recortes presupuestarios, ausencia de planes y  de acciones certeras para el sector artístico y cultural. 

Ante este panorama de crisis las preguntas se agudizan, se transforman, se dislocan y nos permite pensar que las respuestas de futuro están, posiblemente, muy cerca de las resistencias creativas: pensar el  arte y la cultura como antídoto, como una vacuna ante el virus. Pero, ¿qué supone confiar o pensar en el arte como una vacuna ante este virus que se ha vuelto letal? 

Las respuestas pueden ser muchas. Actualmente, las redes sociales se han vuelto la plataforma donde muchos artistas y creadores han liberado de manera solidaria sus productos culturales, con el fin de aportar a la salud y al bienestar social. Una propuesta de resistencia pero con mucha creatividad de este sector, a pesar de ser uno de los más golpeados a nivel mundial -fueron los primeros en cerrar y seguramente serán los últimos en abrir nuevamente sus puertas al público –.

Las manifestaciones de resistencias creativas expresadas por los artistas ha permitido un revuelo asociativo, organizativo y reflexivo para la búsqueda de alternativas que protejan la fragilidad del arte y la cultura. Nuevos paradigmas y propuestas que permiten avanzar de manera asociativa y solidaria hacia la financiación estructural para la cultura; desde lo colectivo y no desde lo individual: abandonando el yo para mi – yo para los míos-  por un yo para nosotros, nosotros para nosotros.

La pandemia también se ha convertido en excusa para las juntanzas de colaboración y  co-creación entre colectivos de diferentes partes del mundo; una manera distinta del intercambio y de comunicación basados en la confianza y el cooperativismo y no en la industria y el mercantilismo. 

Estos intercambios permiten (re)pensar las cercanías y las distancias que cobran otros sentidos en esta época de distanciamiento social, que en realidad es distanciamiento físico. Para el teatro por ejemplo, se abren las puertas a un nuevo viaje de experimentación, donde la dimensión colectiva de su creación se ve directamente afectada, trastocada.  Porque el teatro es más próximo a la pedagogía y no es masivo, es efímero, artesanal. 

En la búsqueda de respuestas y resistencias ante la crisis, los trabajadores y hacedores de la cultura han logrado establecer caminos que nos acercan a una economía más justa y solidaria, juntando la fuerza del cooperativismo y la potencia de las organizaciones artísticas y culturales. 

Una muestra de estas juntanzas es la Plataforma de arte y cultura en Colombia,  donde 160 organizaciones culturales, aproximadamente,  se reúnen en una cooperativa llamada Confiar,  con el lema cooperativizar para un buen vivir. La cooperativa busca a través de la cooperación, la innovación y  la creatividad respuestas a para establecer una economía que sea atravesada por la dignidad, la inclusión y la justicia restaurativa para todos los colectivos que la conforman, la idea es crear una red sostenible que pueda tejer esperanza.

Otra iniciativa que nos permite visualizar esas propuestas de resistencias o procesos modélicos creativos es La Ortiga Colectiva,  un proyecto cultural ubicado en una zona rural de Cantabria, España. Como ellos mismos se autodefinen responden a un proceso que teje culturas de lo común; donde la ecología, las artes, la alimentación, las letras se juntan en un espacio intergeneracional y feminista. Una comunidad que surge para repensar  las maneras distintas de estar en el mundo, una red de personas que ponen la vida al centro de todas las cosas. 

En Centroamérica podemos seguir la pista al Tejido Mesoamericano de Culturas Vivas Comunitarias, un espacio que reúne el esfuerzo de ocho países (México, Guatemala, El Salvador, Honduras, Costa Rica, Panamá, Cuba y Puerto Rico) por mantener vivo el espíritu del encuentro y establecer intercambios que fortalezcan el trabajo de las redes comunitarias en tiempo de pandemia. Un espacio para hilar palabras de resistencia en comunidad. 

Estos son solo algunos de los muchos ejemplos que dan muestra de cómo la cultura y el arte funcionan como antídoto y respuesta a la crisis social que genera la pandemia; pero no solo la generada por el Covid-19, sino las más de cientos de pandemias que padecen históricamente los pueblos latinoamericanos. 

Pensar en el arte y la cultura como respuesta y antídoto, también supone pensar en una salvación de manera integral. Dejar de ubicar a la cultura solo entre los que hacen cultura y ubicarla también entre quienes piensan la economía, la seguridad, el medio ambiente, la salud  y la educación de nuestros países. 

Cuando se planifican acciones para la cultura se dialoga solo con los que se dedican a ello; pero es importante romper la verticalidad e involucrar a todos los sectores de la sociedad, para lograr respuestas integrales a problemas estructurales. 

Es un buen momento para comprender que la cultura es parte fundamental del desarrollo humano, es un buen momento para pensar que, más que gestionar o transformar la cultura podemos `habitarla´ para construir una visión integral que permita la sostenibilidad de la vida digna.  

El texto forma parte de la mesa LOS CUIDADOS. EL ARTE Y LA CULTURA COMO ANTÍDOTO / VACUNA ANTE EL VIRUS realizada el viernes 23 de octubre en el marco del seminario Intersecciones Vol. 2. Repensar desde El Salvador las relaciones entre cultura y desarrollo en tiempos de pandemia.  

La ciudad fuera de sí

Ticio Escobar

Acerca de algunas cifras que podrían aportar ciertas culturas indígenas en tiempos de pandemia

Apremiado por la pandemia y sus tantos males, nuestro tiempo exige obsesivamente nombrar el futuro, quizá como una forma de conjurar la adversidad del presente y apurar un porvenir favorable. Se acerca el fin de año y con él el ritual de cruzar un dintel simbólico abierto, supuestamente, a un tiempo mejor que el recién dejado. Nunca fue posible adivinar el siguiente momento, y lo será menos aún en una situación en gran parte desconocida. Pero siempre fue posible aventurar expectativas, imaginar situaciones capaces no solo de anunciar mañanas claros, sino de proyectar políticas públicas mejores. 

Imaginar es, obviamente, crear imágenes. Las imágenes son entidades equívocas: registran lo que aparece tanto como lo que se oculta; las imágenes muestran y esconden, afirman y en parte niegan lo que afirman, oscilan entre lo posible y lo imposible. Esta ambigüedad genera desconcierto, pero también maneras intensas de percibir y de pensar lo que existe y suponer o planear lo que podría cambiar. La performatividad o eficacia de las imágenes –es decir, lo relativo a los posibles efectos que ellas podrían tener sobre el mundo real– obsesiona al arte contemporáneo, empeñado en forzar los límites de la representación y actuar sobre las cosas mismas. Este salto, imposible en términos lógicos, ocurre en las culturas indígenas: el arte y el rito, la magia, permiten que el signo coincida en un instante con el objeto o el hecho representado y actúe sobre él.  

El arte contemporáneo sabe que no puede anular “la mínima distancia”, pero intenta encontrar formas que den expresión a las pulsiones creativas, en sí transformadoras. Pero no solo el arte se vale de imágenes para inventar/anunciar mundos paralelos o virtuales que sirvan de orientación; también la política, en el sentido amplio de lo público, precisa imaginar lo que está más allá de lo posible para activar mecanismos micropolíticos que renueven el deseo de vivir en conjunto y de inventar colectividad superando el desaliento. 

Entretiempos

La imaginación también permite transitar temporalidades alternativas al modelo evolutivo impuesto por la modernidad. Es cierto que, en el seno mismo de dicha modernidad, grandes pensadores occidentales comenzaron a cuestionar el esquema lineal basado en el ideal de progreso, lastrado por categorías binarias, orientado por direcciones heteropatriarcales y comprometido con ideologías coloniales, renovadas siempre. Pero la atención que hoy despiertan las culturas diferentes a aquel modelo posibilita detectar otros regímenes de temporalidad desobedientes al rumbo único marcado por los tiempos modernos. Los pueblos indígenas no ordenan el acontecer secuencialmente partiendo de lo ya acontecido, sino que asumen dimensiones plurales que obedecen a niveles distintos de intuición, percepción y sensibilidad, así como a alcances diversos de la memoria y el deseo. Hay pasados que aún no ocurrieron, así como presentes que solo transcurren en niveles paralelos, y hay futuros que fueron ya o jamás llegarán a ser. Por citar un caso: en el guaraní, idioma oficial en el Paraguay, mi país, a la par que el castellano, existen catorce tiempos verbales, lo que facilita un sinnúmero de modulaciones temporales. 

Esa complejidad se presta bien a responder a la obsesiva pregunta por el futuro pos Covid-19, que empezó quizá muchísimo antes de que tuviéramos conciencia del mal y que seguirá, en modos diferentes (no necesariamente patológicos) después de las vacunas y los controles sanitarios; seguirá como marca de vulnerabilidad, de trauma o de miedo; como conciencia de que las cosas no pueden o no deben ser iguales, como resultado de mirar diferente el mundo y a sus habitantes. En el plano del acontecimiento, que es aquel que no puede ser clausurado siguiendo el curso de una evolución cronológica, el presente-pasado sobrepasa la línea del porvenir, se interna en lo que será o podría ser y lo trae a su propio tiempo. El arte opera con estos registros de temporalidades trastornados. Time is out of joint, dice Hamlet mucho más allá de la metáfora para señalar esos intensísimos puntos de desguace que escapan del carril empíricamente constatable.

El otro contrato social

Las diferentes maneras de concebir el tiempo suponen, a su vez, otros modos de imaginar lo público y organizar la convivencia. En ciertas sociedades indígenas, los lazos sociales se traman continuamente a través de prácticas solidarias, ritos colectivos, contraprestaciones, litigios y mediaciones simbólicas que exigen instancias de participación y posiciones simétricas. La sustentabilidad de cualquier sistema requiere arraigo y reacomodo constante de las cartografías de lo común. No se trata de proponer este sistema como ejemplo a ser seguido, sino de mirar a los costados para imaginar formas capaces de sustituir aquellas que hoy demuestran su ineficacia para administrar equidad, controlar la violencia y defender la biodiversidad. 

La pandemia no ha hecho más que poner al rojo vivo situaciones que ya venían resultando insostenibles en términos de injusticia social, de intolerancia y de destrucción de los recursos ambientales. El angurriento régimen depredador no caerá por una pandemia, más bien tenderá a reforzar sus mecanismos de funcionamiento y reproducción. Pero los enormes cráteres que ha abierto la pandemia han revelado sin tapujos lo que ya se sabía: que tal como está el sistema mundial no da más. El planeta no da más. Y surge entonces el imperativo ético de reformular los tipos vigentes de estatalidad, el funcionamiento de la esfera pública, el descontrol de la economía extractivista y el avance de la pura lógica rentable y acumulativa del capital financiero, así como, en consecuencia, asumir la situación de millones de excluidos que ni siquiera tienen acceso a los protocolos básicos sanitarios exigidos por los Estados en situación de pandemia. Esta situación nos enfrenta a la responsabilidad de, una vez más, imaginar otros escenarios. La imaginación es siempre un primer paso hacia lo que por momentos parece imposible. 

La ciudad

La pandemia ha echado en cara, brutalmente, la existencia de ciudades vueltas sobre sí, concebidas para rechazar al forastero. Paradójicamente, en el caso de los indígenas, éstos han sido expulsados de sus territorios originales por la expansión avasallante del capitalismo extractivista comandado desde las mismas ciudades. Se encuentran, pues, forzados a refugiarse en urbes hostiles, cerradas para quienes no producen en beneficio del capital. 

Esas ciudades han perdido su dimensión pública, renunciado a su destino de polis. Trazada sin criterio inclusivo, la pulcra planificación urbanística no prevé lugar para los desplazados y desarraigados; es más, excluye programáticamente a quienes no logran insertarse en el engranaje de cadenas generadoras de renta. 

También en este plano es preciso posicionar el pacto social urbano sobre otras bases. Se afirma la responsabilidad ética de imaginar ciudades no concebidas tras puros criterios de especulación financiera. Se vuelve imperativo pensar ciudades no trazadas como escenarios de representación del privilegio social, sino como sitios abiertos a todos los cruces; como conjuntos porosos, entreabiertos a los flujos provenientes de extramuros, como sede de ágora y participación. Para ello, deben ser proyectadas políticas públicas que hagan de la ciudad principio de un co-habitar construible mediante procesos diversos, en general conflictivos, pero capaces de avalar el empleo pluralista del espacio común. 

Muchas comunidades indígenas organizan la convivencia en sentidos parecidos a los recién enunciados. Habilitan modelos propios que les permiten administrar, no sin tensiones, la complicada arquitectura de la convivencia humana. El hecho de que esos sectores sean omitidos de la escena pública, cuando no perseguidos hasta el exterminio, levanta una señal inquietante que debería conducir no solo a reflexionar acerca del fracaso del orden mundial hegemónico, sino a buscar aun mínimas alternativas, gestos disidentes que podrían resonar en muchos otros actuales o quedar latentes como promesa o potencial transformador.

Este artículo forma parte del ciclo de conversatorios ¿Qué implica experimentar la ciudad? realizados como parte del proyecto en red Experimenta Ciudad realizados de manera virtual entre los meses de octubre y noviembre de 2020 con la coordinación de Grigri Projects.

Construir juntos

Susana Velasco, Universidad Politécnica de Madrid.

Algunas cosas que aprendimos acerca de esta crisis mundial y sus diferentes escalas: que la economía global puede pararse de un plumazo, no tiene las inercias que le imaginábamos; que nuestras casas son muros mal pensados para una vida que merezca la pena; que fuera de esos muros el kilómetro o dos que apenas rozamos son fragmentos de un jardín planetario… Por un momento pensemos en cómo otra arquitectura, hecha desde nuestros cuerpos, podría intensificar la experiencia de habitar estas diferentes capas de lo vivo, en cómo la acción de construir puede ser una palanca de reapropiación…

No volveremos a la normalidad porque la normalidad era el problema

Esta frase, proyectada sobre un edificio de Santiago de Chile en octubre del 2019 durante la revuelta de las calles, resume un deseo que meses después, y en medio de la actual crisis sanitaria, parece prender de un modo generalizado en los imaginarios colectivos. 

La extensión de la pandemia a todo el planeta y a todos los ámbitos de la vida ha funcionando como un pequeño colapso que se ha sentido en diferentes sociedades al mismo tiempo. Viniendo de un momento en el que el tema de fondo era un amenazante pero silencioso cambio climático, la llegada del virus ha facilitado que incluso el primer mundo tenga la sensación palpable de que “todo puede venirse abajo de un día para otro”. La interrupción casi total de esa anormalidad en bucle que es nuestra vida (trabajo, consumo, escuela, desplazamientos) trajo una extraña mezcla de temor y esperanza, en la que parecía posible eso que venían reclamando numerosas voces: la necesidad urgente de “inventar nuevas maneras de habitar en la tierra”. Y a pequeña escala en cada casa no hubo más remedio que reorganizar la vida de un modo práctico pero también simbólico. Obligados a localizarnos en unas coordenadas fijas durante casi varios meses, resulta que el espacio ha irrumpido en nuestras vidas de forma muy concreta. Hemos sentido el espacio “entre” los cuerpos, el que nos separa y nos une a los demás, siendo además conscientes del volumen de nuestra respiración o del rastro que dejamos al andar. Paradójicamente el distanciamiento consiguió lo que no habían hecho décadas de lucha ecologista; que nos hayamos visualizado como cuerpos —frágiles y radicalmente interdependientes— formando parte de una cadena de escalas desde lo micro de los virus y bacterias a lo macro del territorio y del clima.

Una idea matriz: la arquitectura está siempre en medio

Imaginemos cómo en medio de la cadena de escalas que habitamos, el lugar propio de aquello que llamamos arquitectura ocupa siempre una zona entremedias de todo lo que existe. Desde esa posición la arquitectura se ve afectada, de una parte, por los cuerpos que la construyen y habitan y; de otra, por el territorio en el que se asienta. Bajo este enfoque “hacer arquitectura” podría entenderse como una práctica de mediación entre distintos agentes y materias: entre la intemperie y el interior protegido, o entre lo publico y lo privado, pero también entre los materiales en bruto y su estado conformado, entre habitantes y constructores, incluso entre lo imaginado y lo posible.

En los diagramas adjuntos se muestra cómo dicha zona de mediación es un espacio atravesado por flujos y significados —medioambientales como sociales o culturales—. Esos flujos pueden ser visualizados como flechas que transportan información entre el interior y el exterior, y van imprimiendo formas y huellas de todo tipo en la forma que materializa la arquitectura. Muchas de esas huellas han resultado a menudo involuntarias, incontroladas o difíciles de interpretar, pero nos señalan que la arquitectura posee una potencia por redescubrir: hacer visible —y operativa— la profunda interdependencia de todo lo que nos rodea y conforma. Es su capacidad para efectuar transiciones entre escalas lo que puede hacer de la arquitectura una herramienta clave que nos permita visualizarnos y establecer otros tipos de relación con el territorio y el clima, siendo además la acción de construir, un momento privilegiado donde se entretejen y colaboran los cuerpos entre sí y con otras materias.

¿Cómo sería una arquitectura que facilitara los espacios de transición y los espaciara? Son precisamente esas estancias intermedias entre el llamado espacio público y el privado las que tanto estamos echando en falta durante la pandemia y sus confinamientos. Quizá durante este tiempo hayamos sentido el deseo de perforar muros cegados en nuestra casa o de estirar espacios donde encontrarnos a pie de calle. Espacios que, además, hicieran posible sacar de la “trastienda” actividades ocultas e infravaloradas (y a cargo de mujeres 1) como son cocinar, lavar y cuidar, u otras que hace tiempo que “externalizamos” fuera de nuestro alcance en nombre de una idea de progreso. Actividades que son el verdadero tejido de la vida, a saber: construir, recolectar, cultivar, fabricar, tejer, trazar, dibujar, tomar el aire, hablar, aprender juntxs, inventar historias…

Por diferentes motivos —algunos forzosos, y que vendrán con la crisis energética— estamos entrando en una ola de reapropiación de saberes. Recuperemos también de esa escala intermedia propia de la arquitectura que, habiendo funcionado en tantas ocasiones para someter cuerpos, tiene también la capacidad opuesta de amplificarlos, de extender sus sentidos más allá de sí mismos intensificando la experiencia que hacen del mundo.

Las potencias del construir juntos

Más que los arquitectos, quienes más intensamente han explorado las potencias de la arquitectura y del construir, han sido quizá ciertos movimientos sociales. Uno de los movimientos que abrió la espita de esta última ola se produjo en el 2010 en muchos lugares de Francia como protesta contra una ley que buscaba limitar las formas de hábitat “fuera de la norma”. Lo interesante de este movimiento contra la ley Loppsi 22 fue que en medio de las manifestaciones se montaban pequeñas arquitecturas como símbolo de la autonomía que esta ley trataba de erradicar, situando la cuestión de la autonomía constructiva en el centro del debate. De estas protestas salieron imágenes cargadas de fuerza poética, como aquel grafiti escrito sobre una precaria construcción que decía “Cabanes en lutte”, dando a ver que la arquitectura misma es una herramienta de lucha. Este impulso es el que también está recorriendo el fenómeno de las ZAD (zonas-a-defender); campamentos que ocupan territorios sobre los que hay planificadas ciertas infraestructuras. La más conocida es la ZAD de Notre-Dame-des-Landes; una ocupación de tierras con gran valor ecológico que ha logrado hacerse con un buen apoyo social e intelectual evitando la construcción de un aeropuerto. Las ZAD se han reapropiado de las herramientas de la arquitectura y de su capacidad para hacer mundo. Sus construcciones —demolidas sistemáticamente por la policía— son consideradas cabañas de combate y al mismo tiempo en su encuentro con el territorio singular no olvidan nunca su capacidad poética. Quizá la característica más singular de las ZAD es que son lugares donde se concitan gentes de todo el globo alrededor de una problemática local —ya sea un bosque o una plaza a punto de ser gentrificada— dando lugar a verdaderos lugares de experimentación de formas de vida.

Son lo más parecido que tenemos en Europa a los movimientos indígenas. Diríase que estos son nuestros indígenas: comunidades que arraigan fuertemente en lo local y que están formadas a partir de fragmentos dispersos —gentes de aquí y allá—, tejidos en la relación transitiva que existe entre habitar, construir y luchar.

Estos y otros “agujeros” que le han salido al orden global han aparecido también en la ciudad y, junto con los anteriores, funcionan como fuente de imaginarios que prueban que otros modos de vida son, no solo posibles, sino incluso deseables. Entre sus imágenes hay algunas muy potentes, como las “polis autónomas” que se levantaron en la plaza Tahrir, o en la acampada del 15M en la Puerta del Sol en Madrid; lugares donde se pudo ver claramente la relación de ajuste entre una fuerza colectiva y su modo de tomar forma. En aquel campamento cambiante de Sol, a base de lonas y cuerdas tensadas, se produjo una correspondencia que no siempre es fácil: fundir el gesto físico de construir con el gesto político que se pone en marcha.

Esta constelación de acciones germinales que ha recorrido el planeta va más allá de sus lugares concretos apelando a nuestro deseo. Funcionan como llamamientos en un tiempo en el que aceleradamente vamos perdiendo capacidad de establecer vínculos con los demás cuerpos y con el territorio que habitamos.

Hacia una arquitectura comunal

¿Qué pasaría si escucháramos el eco de aquellas experiencias germinales? ¿Qué nos cuentan sobre la fabricación de un tejido común, incluso en lugares donde todo parece perdido? Parece que nos dijeran que cada territorio, que cada fragmento de la superficie de la tierra, guarda la posibilidad de activar en él lo común.

Este fue el punto de partida de una obra propia en la que me gustaría aterrizar. El Pequeño Museo de lo Comunal es una arquitectura “menor”, hecha de madera y barro que se posa sobre los muros y terrenos comunales abandonados del pueblo de Almonaster la Real (Huelva, España). En este proyecto la arquitectura y su contenido forman parte del mismo gesto: rescatar del pasado un imaginario de lo común. La acción de leer el territorio y ensamblar materiales —lo individual y lo colectivo, lo humano y lo no humano— fue aquí la matriz del proyecto. Con los habitantes y partiendo de sus propias casas y archivos fuimos dando forma a una colección heterogénea de objetos etnográficos, fotografías, dibujos y documentos que daba cuenta de una sensibilidad de lo común en el pueblo: formas de organización colectiva, sociedades, círculos obreros, o comedores populares; también fotografías de antiguas casas comunales o el registro de las asociaciones que había a principios del siglo XX y que luego la dictadura franquista se llevó por delante. Al final de un largo proceso de recomposición —y reinvención— de esa memoria perdida llegó el momento de construir un lugar de encuentro en el corazón de aquellas tierras comunales olvidadas. Logramos organizar una cesión del derecho de uso de una parte del terreno y con nuestros cuerpos fuimos dando forma al pequeño museo en un acto ritual y festivo. Lo que estaba allí en juego era encontrar la capacidad de la arquitectura para crear vínculo entre todo lo vivo.

Este proyecto fue un germen que se prolongó después en formas distintas; en una de ellas se introdujo la acción de levantar otro pequeño museo al interior de un gran museo en la ciudad de León. En esta última obra, llamada A partir de fragmentos dispersos, la arquitectura se muestra como un gesto mediador, y aspira a ser una invitación a que cada territorio recomponga y escriba de nuevo su historia, haciendo nuestra aquella bella idea traída por Walter Benjamin, la de rescatar pasados que iluminen el presente, leyendo en ellos futuros que no llegaron a advenir.

Entre esos pasados que puedan ser hoy iluminaciones hay una visión de Fra Angelico que bien puede concluir nuestro recorrido, se trata de una tabla en donde se presenta a los eremitas en la Tebaida3.Un paisaje panorámico nos muestra las laderas de unmonte pobladas de pequeñas arquitecturas atravesadas por algo así como un impulso común. Los llamados “padres del desierto” habitan el territorio y se entregan a sencillas tareas como la charla y la lectura. Acercándonos vemos cómo ordeñan a una cierva o dan la mano a un osezno. Los animales, los humanos y los acontecimientos de la naturaleza comparten un mismo escenario. Hay en esta pintura un ensayo gráfico sobre la igualdad, y esa propuesta parece interpelar nuestro presente. Estos anacoretas habitan su soledad en mutua compañía y los diversos elementos de la escena han encontrado modos de acompañarse. Al igual que en anteriores ejemplos es la dimensión minorada de la arquitectura lo que permite aquí establecer sintonías entre los cuerpos y el territorio. Es precisamente esta potencia de “lo menor” y de “lo común” desde donde cuerpos, arquitectura y territorio se co-relacionan y co-producen; dos claves para comprender muchas de las formas de hacer arquitectura que hoy se están dando en los márgenes, y también de aquellas que podamos llegar a practicar.

IMÁGENES DE LOS PROYECTOS CITADOS EN EL TEXTO:

Pequeño Museo de lo Comunal, Almonaster la Real, 2012

Situación de la obra sobre muros y terrenos comunales

A partir de fragmentos dispersos, MUSAC León 2017

El proyecto se presenta como un paisaje, una arquitectura, y una colección de objetos

*Estos trabajos se desarrollan de un modo más extenso en un libro monográfico “A partir de fragmentos dispersos: arquitecturas de mediación entre el cuerpo y el paisaje” publicado por el MUSAC (Museo de arte contemporáneo de León) en 2018.

Descarga gratuita aquí: https://musac.es/ – exposiciones/expo/a-partir-fragmentos-dispersos

*Más información en http://www.susanavelasco.net

Este artículo forma parte del ciclo de conversatorios ¿Qué implica experimentar la ciudad? realizados como parte del proyecto en red Experimenta Ciudad realizados de manera virtual entre los meses de octubre y noviembre de 2020 con la coordinación de Grigri Projects.

La cultura es un antídoto contra la indiferencia

Jorge Melguizo

“Nuestra crisis no es solo una crisis económica, es también y fundamentalmente una crisis política, una crisis ética y una crisis cultural”,

me dijo Josep Ramoneda, filósofo catalán, tomándonos una aguapanela con arepa de chócolo en una ramada de El Retiro, Antioquia, hace unos años, hablando sobre lo que había pasado en Europa a partir de 2008 con la caída de los mercados mundiales por la crisis de Lehman Brothers1. Y me lo explicó así: «es una crisis política, porque es la crisis de la democracia: a qué llamamos democracia en estos tiempos. Es una crisis ética, porque es la crisis de la inclusión: a quién incluye y a quién excluye nuestro modelo de desarrollo. Y es una crisis cultural, porque es la crisis de la indiferencia, y la indiferencia es un asunto de nuestra cultura”2.

Desde entonces, cada vez que me preguntan qué es la cultura respondo que es un antídoto contra la indiferencia. Los derechos culturales son antídotos contra las muchas indiferencias de nuestra sociedad. Asumo la cultura como lo que nos permite apreciar la propia vida y aprender a vivir con los otros. La cultura nos lleva a construir una nueva sociedad, otra sociedad, una sociedad en la que no predomine el “yo” sino el “nosotros”, y en la que las búsquedas no sean las mías para los míos, sino las búsquedas colectivas de un nosotros para los otros: la construcción colectiva de lo colectivo.  

En estos meses de confinamiento por la pandemia del COVID-19, he vivido 3 tipos de situaciones con relación a la cultura: 

  1. Los miedos profundos de las entidades culturales y de agrupaciones artísticas por la incertidumbre económica a la que este confinamiento los enfrentaba. 
  2. La participación en muchas conversaciones, en 10 países, sobre el papel de la cultura en estos tiempos, aunque casi siempre el titular de esas conversaciones se planteaba de una manera extraña: la cultura post COVID-19. 
  3. El encantamiento con cientos de proyectos y experiencias culturales en muchos rincones de Colombia y de Latinoamérica, que me han generado una enorme esperanza y optimismo. 

Los miedos profundos. 

Creo que los miedos de muchas organizaciones no tenían que ver solo con la incertidumbre económica, sino también con asumir que no habían contemplado, nunca, un plan b para sus proyectos y organizaciones.  Y darse cuenta, además, que no estaban preparados para nuevos escenarios. Pero, además, en el camino fui encontrando que esos nuevos escenarios exigían de las organizaciones culturales una profunda reflexión sobre de dónde venían y dónde estaban, y esto en muchos casos lo que generó fue la necesidad de replantearse buena parte de sus acciones hasta antes de la pandemia. 

Y un asunto clave en ese replanteamiento: para qué estaba sirviendo su proyecto cultural.  En ese para qué de la cultura, en lo sectorial y en lo territorial, pensé durante meses que estaba una de las claves del trabajo necesario con las organizaciones.  Pero hace pocos días, en conversación con mi hijo Pablo para un documental sobre cultura en Medellín (mi hijo es artista urbano y trabaja en los equipos de arte en cine)3, él dijo:

“no es suficiente preguntarnos hoy por el para qué de la cultura, pues la pandemia nos ha puesto a pensar especialmente en el para quién de la cultura: para quiénes estamos trabajando, a quiénes estamos logrando incluir en nuestros proyectos, quiénes tienen realmente acceso a la cultura”.

El papel de la cultura en estos tiempos: 

El papel de la cultura en estos tiempos de pandemia – que se extenderán posiblemente también a 2021 y 2022 – puede ser el de ayudar a entender y a comprender, el de generar elementos para pensarnos y para construirnos, como personas, como colectivos, como sociedad.  

Los proyectos culturales y artísticos, además de ser parte de las cotidianidades más presentes en estos días, pueden ayudarnos a construir la memoria de estos momentos tan extraños: en qué pensamos, qué hacemos, qué ha cambiado en nuestras relaciones y en nosotros mismos.  

Hace unos días me preguntaban desde una biblioteca pública, en Sabaneta, un pequeño municipio de Antioquia, cuál creía que debía ser el papel de las bibliotecas: refugio y espacio de conversación, de encuentro, lugar de escucha, les respondí. Pienso que la cultura tiene esas posibilidades, la de constituirse también en un “lugar”, en un “espacio”, no necesariamente físico, en el que sea posible construir diálogos sobre lo que somos y, fundamentalmente, sobre lo que debemos y podemos ser.  Pero también se convierten, las bibliotecas, los museos, los centros culturales, en espacios de terapia, en lugares para que afloren nuestras ansiedades y nuestras angustias y nuestros miedos. En lugares para construir, a partir de nuestras incertidumbres, nuevas dimensiones humanas y sociales. 

Y cierro: el encantamiento.

Suena extraño, pero las muchas conversaciones desde marzo de 2020 sobre cultura en muchas ciudades de 10 países de Latinoamérica, todas por medios digitales, me han generado optimismo y una gran esperanza.  

Primero, por esa dimensión de repensarse que están asumiendo los proyectos y entidades culturales: han aprovechado estos encierros, estas incertidumbres, estas soledades compartidas, para preguntarse, para cuestionarse, para planearse, para analizarse críticamente, para conversar con otros proyectos, para establecer nuevas relaciones, para construirse internamente. Para aprender otras habilidades, para innovar (innovar, en la acepción de cambiar de paradigmas). 

Segundo, porque en ese repensarse han emergido asuntos nodales del trabajo cultural que hoy son necesarios y antes no eran tan evidentes: la relación de los proyectos culturales y artísticos con la educación formal y con la salud, especialmente con la salud mental, y la tarea enorme que tiene la cultura en la construcción de cohesión social y de equidad. Pienso que la pandemia ha servido mucho para avanzar en esa necesaria tarea que impulsan la Agenda 21 de Cultura5 y UNESCO de lograr que la cultura sea asumida por los gobiernos locales y nacionales como uno de los cuatro pilares del desarrollo, en línea con el desarrollo social, ambiental y económico. 

Y tercero: el encantamiento me viene de haberme llenado de historias fantásticas de proyectos en muchos rincones de Colombia y de Latinoamérica. Gracias al Ministerio de Cultura de Colombia y a la Universidad Jorge Tadeo Lozano tuve la oportunidad de ser profesor de un Diplomado en gestión cultural, que tuvo como participantes a 600 gestores de las 12 subregiones colombianas: esas clases fueron conversaciones alegres, entusiastas, llenas de historias, de sueños, de compromisos, llenas de territorios que no se nombran o que solo nombrábamos por ser escenario de nuestras violencias; conversaciones llenas de realizaciones que no conocemos y que, por no conocerlas, no valoramos ni potenciamos. Cada día, después de las clases de 4 horas digitales, en muchos casos con malas conexiones, terminaba con el corazón y con el cuerpo revitalizados: convencido aún más del enorme desafío de construirnos como sociedad, convencido aún más de que la cultura es una de las esencias de esa nueva sociedad y convencido de que detrás de cada historia, de cada alumno y alumna, lo que existe es una verdadera y bellísima epopeya, que merece ser narrada, que merece ser conocida, que merece ser fomentada.

La cultura es esperanza.  Y, en tiempos de COVID-19, la cultura es una gran esperanza.   

Este texto forma parte de la mesa LOS CUIDADOS. EL ARTE Y LA CULTURA COMO ANTÍDOTO/VACUNA CONTRA EL VIRUS realizada el viernes 23 de octubre en el marco del seminario Intersecciones Vol. 2. Repensar desde El Salvador las relaciones entre cultura y desarrollo en tiempos de pandemia.

Precarización y contradicción en la ciudad participativa

Diego Peris

*Imagen de Todo por la praxis.

Lo que hoy tiene de particular la incertidumbre es que existe sin la amenaza de un desastre histórico; y en cambio, está integrada en las prácticas cotidianas de un capitalismo vigoroso (…). La consigna «nada a largo plazo» desorienta la acción planificada, disuelve los vínculos de confianza y compromiso y separa la voluntad del comportamiento.

Richard Sennett

Para hablar de la ciudad participada construiré un relato a partir de los múltiples estratos que han definido este modelo en la ciudad de Madrid. Me interesa hacer este relato para entender de donde venimos, cuales han sido las diferentes etapas, sus alcances y cuales son las acciones mas relevantes a las que habría que dar continuidad como base para una propuesta de futuro, principalmente desde sus sostenibilidades en el tiempo. Para esto planteo tres grandes estratos, primero uno que abarca desde 1994 al 2008, otro del 2008 al 2015, y un cuarto más pequeño pero muy significativo, del 2015 al 2019. Cada uno tiene un telón de fondo diferente, entre burbujas inmobiliarias, financieras y crisis eternamente recurrentes. Cada contexto aparece diferenciado con unas condiciones económicas y sociales cambiantes, con unos movimientos de base organizados, unas institucionalidades que han ido indagando nuevos modelos y un cambiante proceso en los movimientos colectivos.

A la primera capa la denominaremos capa de la burbuja, esta se sitúa en los años noventa donde España iba muy bien, o al menos eso nos decían. Tras la resaca de nuestra entrada triunfal a una modernidad de gomina y fosforescentes colores, llegaron estos noventas triunfalistas e hiper constructores. Son años de burbuja especulativa y el sector de la construcción está imparable, hay una exagerada sobreproducción del parque inmobiliario. El litoral es sobreexplotado, las costas se masifican, las hipotecas se regalan y las obras públicas de grandes presupuestos proliferan por todo el territorio nacional. Crecen como por generación espontánea museos, aeropuertos y grandes infraestructuras.

Durante toda la década de los 90 los precios de la vivienda se fueron disparando y disparatando. En el año 1999 el precio había subido ya en torno al 180%. Los sueldos ya no daban para pagar las hipotecas que se habían concedido casi sin condiciones. Todos nos acostumbramos a gastar más de la mitad del sueldo en la vivienda. La compra de la vivienda se convirtió en el objetivo básico y el máximo tormento para toda la clase media. La burbuja en la que habitábamos era el compendio del cambio legislativo que ya vimos y de la escasez de vivienda en alquiler: solo un 15%, mientras que en Europa es del 39%. Además, se suman las infinitas viviendas vacías que surgieron de la otra cara de la misma burbuja, la especulativa. Una mercancía de plusvalía segura. La política fiscal favoreció la compra y no el alquiler. Todos estos factores generaron un contexto óptimo para que floreciera la corrupción urbanística y la especulación. Para unos, muy poquitos, España iba pero que muy muy bien.

En el gremio de arquitectos apenas existían voces críticas ante la obvia situación. Los colegios de arquitectos, las escuelas de arquitectura y los foros profesionales no prestaban ninguna atención ni dedicaban espacio alguno para debatir sobre el modelo de urbanismo triunfante y mucho menos sobre sus consecuencias. La negación de la realidad y la activa participación en el saqueo especulativo ha marcado a este gremio. Sin embargo cierto posicionamiento crítico empezó a surgir tímidamente en algunos honrosos casos y, poco a poco, aparecerán los primeros colectivos que plantean una respuesta alternativa y con vocación transformadora frente a los modos de hacer impuestos por el mercado.

Los contextos de los centros sociales autogestionados2, en la ciudad de Madrid, son los que llevan la vanguardia en cuanto a contestación del estado del país e invención de nuevas redes urbanas y modos de cambiar las cosas. Comenzando en el Centro Social Autogestionado Minuesa 903, en la Ronda de Toledo, y siguiendo con todas las fases de los Labos, entre los años 1997 y 2005. En total fueron cinco: El Laboratorio 1 (1997-1998); El Laboratorio 2 (1999-2001); El Laboratorio 3 (2002-2003); El Laboratorio de Olivar (2003); El Laboratorio en el exilio4. Con estas iniciativas ciudadanas, en Madrid se irá formando un gran colectivo variable de gente diversa dispuesta a transformar los modos de organizar las ciudades. Gente que hizo ciudad y definió otro urbanismo.

Podemos hablar de una etapa en la que los colectivos basan y desarrollan su práctica y sus iniciativas desde las prácticas colaborativas, la autogestión y autonomía. Plantean su acción desde el trabazón social y el compromiso político, y centran su marco de trabajo en los procesos de transformación de la ciudad desde la iniciativas de gestión ciudadana. La organización colectiva en las prácticas artísticas tiene una larga tradición, sin embargo en esta etapa encontramos prácticas comunes que plantean un posicionamiento crítico con un claro giro social. Estos procesos han consolidad un rico tejido de espacios independientes que, si bien no permanece en el tiempo, los proyectos llevados a cabo y las comunidades que los sustentan siguen manteniendo un claro discurso crítico.

En un segundo estrato, que denominaremos capa del 15M, nos ubicamos en plena crisis internacional y con las plazas llenas de personas. Existe una apertura de este movimiento que crece de manera exponencial con el despertar ciudadano. Este período de crisis generó una fractura social que hasta la fecha no se había vivido en democracia en el estado español. La caída del mercado de la vivienda y la crisis financiera global formaron un escenario donde el 20% de la población quedó desempleada. Esto provocó un claro des contento social que se acentuó cuando se realizó un rescate a las entidades bancarias desviando los fondos públicos a intereses privados. Los gurús económicos apuntalaron tal dislate bajo la aseveración de que el rescate era imprescindible para la recuperación económica y la activación del mercado de trabajo. De hecho, amenazaban con la sobrevenida de un colapso total del sistema si este rescate no se producía. Los malos augurios, pese a todo, en cierta medida se cumplieron. El rescate provocó simplemente el saneamiento de las cuentas de las entidades que bloquearon los créditos para empresas, pero el impacto fue nulo en el mercado laboral.

Esta situación alimentó el descontento y provocó las tomas y acampadas, surgiendo el denominado movimiento 15M5. La ciudadanía despertó de un letargo en el que se había instalado en los largos años de burbuja inmobiliaria y comenzó a movilizarse. De las acampadas iniciales se pasaron a la toma de la plazas, posteriormente aparecieron las mareas ciudadanas con diferentes ejes temáticos. Distintos modos de mostrar un sentir común, un descontento e indignación generalizados. Una deuda ilegítima, unas brutales políticas de ajuste, corrupción galopante, instituciones deslegitimadas, un desempleo siempre creciente, el ataque a la Sanidad y Educación públicas, a los derechos laborales y sociales, al medio ambiente, “nos ha hecho confluir en las calles, en las mareas ciudadanas, blanca, verde, roja, naranja, grana, amarilla, negra, azul, violeta… defendiendo nuestros derechos” .

Y rematan:

una sociedad justa y viable sólo será posible si la ciudadanía se une para defender los derechos sociales por encima de los mercados, y la política honesta y la justicia social por encima de los intereses de las élites financieras

De las diferentes mareas destacamos la Plataforma de Afectados por la Hipoteca o PAH, asociación y movimiento social por el derecho a la vivienda digna surgido en febrero de 2009. Además de apuntar de lleno a la raíz de la problemática estructural de la crisis, su importancia reside en señalar una cuestión novedosa: la de colectivizar los problemas que hasta este momento se han atomizado desde las superestructuras. Este condición sitúa a este movimiento como actor fundamental en el posicionamiento antagonista frente a los modelos de hacer ciudades neoliberales.

Después del 15m se consolida un movimiento de colectivos interesados en prácticas colectivas y colaborativas. A partir del 2011 aparece un interés en nuevos espacios de gestión ciudadana. Los centros sociales de segunda generación tienen una mayor implicación con el barrio. Las plazas y los jardines comunitarios empiezan a aparecer en la ciudad. Los casos más señalados serán Esta es una plaza, Campo de cebada y El CSA La Tabacalera. Muchos de estos procesos empiezan de manera informal mediante reivindicaciones sociales que deciden, o bien seguir en cierta ilegalidad comprometida o bien negociar con las instituciones para encontrar vías legales de concesiones o autorizaciones en un marco legislativo que no siempre existe. Posteriormente los negociadores suelen encontrar una normalización mediante convenios de cesión nada protocolizados y siempre excepcionales. Estos espacios se convierten en verdaderos laboratorios ciudadanos, lugares de prueba, error y grandes procesos de experimentación donde existía una creciente participación ciudadana más transversalizada. Han servido de ejemplo a muchos profesionales al encontrar vías posibles de acción colectiva.

En un primer momento y de manera fugaz, esta posibilidad desembocó en un crecimiento de masa crítica, que pese a las promesas, pronto se vació de su sentido más comprometido y pasó a generar una estetización de las prácticas que siguieron llamándose colaborativas, pese a haber perdido el vínculo real con un contexto en conflicto. Se desactivaron. La sostenibilidad de estas prácticas empezó a tener una dependencia de programas públicos por lo que, a pesar de incrementarse muchos proyectos y colectivos durante este período, muchos de ellos desaparecieron o se transformaron en espacios profesionales convencionales. Nuevamente, es en el movimiento de afectados por la hipoteca donde encontramos un claro referente de sostenibilidad y de comunidad a partir de un proceso que hace referencia permanente a la autoorganización y la colectivización de las reivindicaciones.

El tercer y último estrato lo denominamos capa del municipalismo , donde se institucionalizan las prácticas colaborativas en torno al construir ciudad. Las reivindicaciones ciudadanas son incorporadas a programas y políticas públicas en el marco de un concepto de público social, con la cesión de espacios para gestión ciudadana, el programa de huertos urbanos y las intervenciones urbanas financiadas por instituciones. Muchas reivindicaciones ciudadanas son anuladas al pasar por el filtro de la institución. Muchas prácticas reivindicativas y prácticas ciudadanas de base se dulcifican y son vehiculadas a programas encorsetados por la normativa municipal. Las instituciones refuerzan sus programas tanto en contenidos como en lo presupuestario, y extienden sus políticas a los barrios mediante intervenciones pop-up participativas.

Este momento supuso una polarización de los agentes y de los movimientos de base. Unos se han perpetuado en su espacio natural de antagonismo reivindicando otro modelo de ciudad que posibilite el derecho a la ciudad, y otros se han amoldado a la institucionalización de lo colaborativo. Esta nueva condición es sintomática de la creciente despolitización, y es quizás también la manifestación de que este sector una vez más no está a la altura de los acontecimientos. El arribismo rampante es la generalidad que forma parte de la comparsa de los pseudo procesos participativos, los que proliferan a la par que los post-it de colores. Los profesionales una vez más se desligan de la realidad social, aunque aún quedan algunos espacios colectivos que trabajan propuestas de calado y gran interés, pero su falta de estructura como masa crítica hace que se diluyan frente a la gran maquinaria del otro lado.

En paralelo, el modelo neoliberal continuaba avanzando a sus anchas y la ciudad de Madrid se ve golpeada por el nuevo fenómeno mundial de turistificación 6. El modelo airbnb tiene en muy poco tiempo un impacto brutal en la ciudad alterando de nuevo el mercado de la vivienda. En muchos barrios la presencia de estos operadores ha supuesto un impacto importante y muy veloz, ocupando un 20% del parque inmobiliario en unos pocos años. Este fenómeno que apuntala una gentrificación express, está suponiendo la expulsión masiva en muchos de los barrios centrales de la ciudad.

El turismo en masa fue modificando a gran velocidad la vida en Madrid. Una suerte de ciudad escaparate que conlleva la subida del precio de la vivienda en todos los distritos, la expulsión de las vecinas y vecinos, la pérdida, e imposibilidad de regeneración de vínculos y redes vecinales. Este modelo turístico se fue construyendo sobre una creciente precariedad laboral en el sector, en torno a una nueva burbuja inmobiliaria y sin tener en cuenta a las vecinas y vecinos que habitábamos y dábamos sentido a la ciudad. El centro fue el epicentro, pero la onda expansiva ha ido afectando a toda la urbe. Barrios periféricos están en el punto de mira de los grandes especuladores, la subida de precios se contagia y gran parte de la población se ve obligada a desplazarse, encareciendo los precios y haciendo que toda la ciudad se transforme. Esto hasta la llegada de la crisis socio sanitaria que abre otros problemas, evidencia otras precarizaciones y oculta muchas de esta dinámica bajo la comunicación masiva respecto a la pandemia. En estos momentos confusos existe un sentimiento de frustración y pérdida de lo que pudo ser. La autocrítica colectiva tiene una tarea amplia para hacer una revisión de este proceso, cómo el despertar colectivo se ha transformado en un nuevo letargo, por qué se han desactivado y desarticulado algunos movimientos claves en los procesos de transformación de ciudad, y cuáles son las consecuencias, sobre todo respecto a la coyuntura actual. Esta deriva ha propiciado la puesta en crisis de las prácticas colaborativas asociadas a ello y requiere una reformulación que está pendiente de resolver en un nuevo espacio social y político. Probablemente se requieran nuevas herramientas que hasta el momento no existen y es necesario alimentar un pensamiento crítico más necesario que nunca en los tiempos que corren, para repensar la ciudad, el espacio público y la participación en este nuevo contexto.

Este artículo forma parte del ciclo de conversatorios ¿Qué implica experimentar la ciudad? realizados como parte del proyecto en red Experimenta Ciudad realizados de manera virtual entre los meses de octubre y noviembre de 2020 con la coordinación de Grigri Projects.

Son defensores de derechos culturales y quizá no lo sepan

Beatriz Barreiro Carril

*Imagen de ResiliArt, movimiento lanzado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) para dar visibilidad a los desafíos que enfrentan creadores, artistas y profesionales creativos la crisis sanitaria.

Concienciando sobre el concepto y el marco internacional de protección de los derechos culturales y sus posibilidades de contribuir al desarrollo

“Los defensores de los derechos humanos se definen por lo que hacen.”

Con estas palabras de la Relatora Especial de Naciones Unidas, Karima Bennaoune, me gustaría concienciar a muchas personas; artistas, gestores o investigadores y académicos en El Salvador, pero también fuera de él, de que son defensores de derechos culturales. Siendo así, su quehacer estará protegido por todo un entramado de normas y mecanismos nacionales, pero también internacionales, como veremos en un momento. 

Como nos muestra Bennoune,

“los defensores pueden ser de cualquier sexo o edad, estar en cualquier parte del mundo y tener cualquier formación u ocupación. Los defensores de los derechos humanos no solo se encuentran en las organizaciones intergubernamentales y no gubernamentales; en algunos casos, pueden ser cargos del Gobierno, funcionarios públicos o empleados del sector privado. Las propias instituciones culturales pueden ser también defensoras de los derechos culturales. Entre los defensores de los derechos culturales hay expertos, activistas y personas corrientes que actúan en defensa de esos derechos”

(Bennoune, K., 2020 a).

Huyendo de una concepción ya trasnochada de cultura, que la reducía a las llamadas “bellas artes y letras”, desde una visión elitista, a la que entiendo se refería Willian Carballo en la conversación que precede a estos textos de este volumen 2 de Intersecciones, Bennoune continúa señalando que “si bien hoy en día el respeto por los conocimientos especializados es esencial, también es importante evitar el elitismo a la hora de definir la labor cultural y reconocer las contribuciones más amplias a la defensa de los derechos culturales.” (Bennoune, K., 2020 a) Qué duda cabe, por tanto, que muchos artistas y trabajadores del sector cultural que han participado estos días en este curso, como Candy Chávez, con su mayúsculo trabajo para el empoderamiento a través de la cultura de mujeres privadas de libertad, son defensores de los derechos culturales. 

Pero quizá nos estaremos preguntando, ¿cuán relevante es este calificativo en la práctica? ¿de qué nos sirve encajar nuestro quehacer dentro de la categoría de los derechos culturales? ¿en qué puede contribuir esto al desarrollo? y ¿cómo puede hacerlo, de forma más concreta, en tiempos de pandemia? Yo señalaría aquí que nos sirve por lo menos para cuatro cosas fundamentales:

  1. Ser conscientes de nuestros derechos como ciudadanos/as, artistas o profesionales de la cultura.
  2. Poder reivindicar tales derechos ante instancias nacionales e internacionales.
  3. Poner en valor que, al realizar nuestros proyectos, estaríamos contribuyendo a la realización de las políticas públicas que le corresponden al Estado, y también así, a su vez, “ayudándole” al cumplimiento de sus obligaciones a nivel nacional e internacional, nivel este último en el que me detendré en un momento.
  4. Al poder vincular los derechos culturales con el desarrollo podremos concurrir a convocatorias existentes en el marco de los derechos humanos (de los cuales los derechos culturales forman parte) más allá de las convocatorias relativas a gestión cultural, cooperación al desarrollo y otras del tipo.

Y es que, en relación con esta última cuestión –la cuestión del vínculo entre los derechos culturales y el desarrollo– la propia Bennoune señaló el pasado verano, que 

“toda persona tiene derecho a participar y a ser consultada sobre las políticas para garantizar estos derechos. Todo esto sigue siendo cierto. Incluso en estos tiempos difíciles, en los que más de medio millón de personas han muerto a causa del virus, los derechos culturales no son un lujo. Son fundamentales para la aplicación general de los derechos humanos universales y una parte crucial de las respuestas a muchos de los desafíos actuales, desde la discriminación y la pobreza hasta el propio COVID-19. Además, la salvaguardia y la promoción de la cultura contribuyen directamente a muchos de los objetivos de desarrollo sostenible: ciudades seguras y sostenibles, promoción de la igualdad de género y sociedades pacíficas e inclusivas.”

(Bennoune,  K., 2020 b)

Bennoune alertaba:

“A corto plazo, debemos trabajar con urgencia para garantizar el apoyo financiero a los artistas, los profesionales de la cultura y las instituciones culturales”.

(Bennoune,  K., 2020 b)

Pero, entremos en detalles: ¿qué son, exactamente, los derechos culturales? Lo primero, que hay que poner de manifiesto y recordar, aunque parezca claro, es que los derechos culturales son derechos humanos. Los derechos humanos, a diferencia de otros derechos subjetivos, protegen la dignidad más básica del ser humano. Ciertamente, la “dignidad humana” es un concepto difícil de definir. A veces puede resultar más útil, para realizar una aproximación intuitiva al concepto de “dignidad humana” pensar en situaciones en que consideramos que ésta pueda estar violada o amenazada.  Esto vale también para los derechos culturales. Otras nociones a las que se recurre para definir los derechos humanos son las nociones de “necesidades básicas” o de “desarrollo humano”.

La Declaración Universal de Derechos Humanos (aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas en  1948) contiene un catálogo de derechos humanos “completo”: incluye derechos civiles y políticos y derechos económicos, sociales y culturales (DESC). La pugna ideológica de la Guerra Fría hizo que en 1966 este catálogo tuviese que dividirse en dos pactos diferentes:  El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el   Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC). El artículo 15.1.a) de este último Pacto recoge el derecho humano cultural por excelencia, señalando que: “Los Estados Partes en el presente Pacto reconocen el derecho de toda persona a  participar en la vida cultural.” (DPVC)

Pero, ¿cómo podemos saber qué significa en concreto el DPVC? El Comité DESC de las Naciones Unidas, formado por un grupo de expertos independientes que controla si y cómo los Estados cumplen con las obligaciones del Pacto, emite “observaciones generales,” esto es, textos que contienen  la interpretación autorizada de cada derecho que el Pacto contiene. En 2009, tras un largo proceso –pues el DPVC ha sido uno de los derechos que más problemas conceptuales planteaba para los Estados al ser el término de cultura tan complejo – el Comité emite la Observación General (OG) 21 sobre el DPVC. ¿Qué ejemplos menciona la OG de obligaciones estatales que derivan del DPVC? El Comité señala que el DVCP supone:

“por lo menos, la obligación de crear y promover un entorno en el que toda persona, individualmente, en asociación con otros o dentro de una comunidad o grupo, pueda participar en la cultura de su elección, lo cual incluye las siguientes obligaciones básicas de aplicación inmediata:

Tomar medidas legislativas y cualesquiera otras que fueren necesarias para garantizar la no discriminación y la igualdad entre los géneros en el disfrute del derecho de toda persona a participar en la vida cultural. 

b .Respetar el derecho de toda persona a identificarse o no con una o varias comunidades y el derecho a cambiar de idea. 

c. Respetar y proteger el derecho de toda persona a ejercer sus propias prácticas culturales, dentro de los límites que supone el respeto de los derechos humanos, lo que implica, en particular, respetar la libertad de pensamiento, creencia y religión; la libertad de opinión y expresión; la libertad de emplear la lengua de su preferencia; la libertad de asociación y reunión pacífica; y la libertad de escoger y establecer instituciones educativas. 

d. Eliminar las barreras u obstáculos que inhiben o limitan el acceso de la persona a su propia cultura o a otras culturas, sin discriminación y sin consideración de fronteras de ningún tipo.

e. Permitir y promover la participación de personas pertenecientes a minorías, pueblos indígenas u otras comunidades en la formulación y aplicación de las leyes y las políticas que les conciernan…” (Comité DESC, 2009)

Así, por ejemplo, la igualdad de género en el ejercicio del DPVC, a la que hacía referencia Lázaro Rodríguez Oliva en este encuentro, o la toma en cuenta de la opinión de una comunidad en relación con las decisiones que sobre su hábitat cultural se van a tomar, son cuestiones que siempre se tienen que respetar, pues forman parte del contenido esencial del DPVC.

El Comité DESC ha abordado la cuestión del DPVC en relación con la pandemia, sin referirse en concreto al mismo pero enmarcándolo en el marco más amplio de los DESC. Las orientaciones que da pueden ser en todo caso muy útiles en relación con el DPVC de forma específica:

las limitaciones a los derechos deben ser “razonables y proporcionadas”. “Las medidas de emergencia y las facultades asumidas por los Estados parte para hacer frente a la pandemia no deben usarse indebidamente y deben retirarse tan pronto como dejen de ser necesarias para proteger la salud pública.” (Comité DESC, 2020)

-“los Estados deben tomar medidas de protección social que alcancen a aquéllos que están en mayor riesgo de ser afectados por la crisis”. El Comité hace un llamado a “la obligación de dedicar el máximo de recursos de que dispongan a la plena realización de todos los derechos económicos, sociales y culturales… Dado que esta pandemia y las medidas adoptadas para combatirla han tenido unos efectos desproporcionadamente negativos en los grupos más marginados, los Estados han de hacer todo lo posible por movilizar los recursos necesarios para combatir la COVID-19 de la manera más equitativa posible, con objeto de evitar que se imponga una carga económica adicional a esos grupos marginados. Se debe dar prioridad a las necesidades especiales de esos grupos en la asignación de recursos.” (Comité DESC, 2020)

Ahora ya tenemos algunas claves del contenido del DPVC y de las obligaciones que conlleva, pero ¿cómo podemos hacer valer el DPVC en la esfera internacional? Señalaría dos mecanismos importantes a los efectos de este encuentro:

Informes periódicos (cada cinco años, normalmente) al Comité DESC: En el contexto del examen de los informes que los Estados envían al Comité, éste permite también la recepción de informes paralelos o informes sombra efectuados por la sociedad civil y que ofrecen una visión crítica de la implementación –o incluso de la falta de implementación–  de los derechos establecidos en el PIDESC. De esta forma, en el marco de la presentación del próximo informe de El Salvador al Comité DESC la sociedad civil interesada en los derechos culturales podría enviar información al Comité, de forma que éste tenga información relevante de cara a solicitar información al Estado y se pueda permitir una adecuada rendición de cuentas.

Recepción de quejas o comunicaciones por parte de individuos o grupos de individuos. Se le llama mecanismo “cuasi-judicial” pues es muy parecido a lo que sucede ante un tribunal:  un individuo comunica una violación que ha tenido lugar en un caso específico y concreto. Observemos que de esta forma el Comité tiene muchos más datos para examinar la conducta del Estado respecto a los DESC que en relación con el estudio de los informes periódicos, a través del cual sólo puede examinar la conducta de los Estados en términos más generales. El Salvador es de los pocos Estados que es parte del Protocolo Facultativo al PIDESC, por lo tanto, el Comité puede conocer de este tipo de comunicaciones individuales, tras agotar los individuos los recursos internos salvadoreños. Al hilo de la conversación con los participantes en el curso del que surge este escrito he planteado que una eventual violación que podría tener recorrido exitoso ante el Comité podría ser aquella en que se pudiese probar la falta de toma en consideración de las opiniones manifestadas por una comunidad cultural que pueda verse separada del entorno cultural esencial para el desarrollo de su vida cultural, habiendo sido la petición del tal participación solicitada al Estado por la comunidad en cuestión.

Me gustaría hacer una reflexión para finalizar en relación con la relación de los derechos culturales con la Agenda 2030. Nos puede ser útil la referencia y aclaración que la propia Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas hacía en su día respecto a ciertos “mitos y malentendidos” en relación con los antiguos Objetivos de Desarrollo del Milenio  y en concreto en referencia a la idea de si “alcanzar los ODM es lo mismo que realizar los DESC.” A esta cuestión el Alto Comisionado  aclaraba que:

“Los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) y las normas de derechos humanos se complementan entre sí en gran medida, pero los derechos humanos van más allá. La naturaleza del compromiso asumido por los Estados es diferente. Los derechos humanos, incluidos los DESC, son compromisos jurídicamente vinculantes, mientras que los ODM son compromisos políticos.

Lo mismo, diría yo, le sucede a la Agenda 2030, un instrumento muy importante, pero que debe ser complementado con los avances que se están dando en el ámbito del derecho internacional de los derechos humanos, de valor jurídico muy relevante, como comentaba hace unos días el Relator Especial de las Naciones Unidas sobre el Derecho Humano al Medio Ambiente en el marco de la presentación del informe de la Relatora de Derechos Culturales sobre “cambio climático y derechos culturales”. Confío en que los actores culturales salvadoreños se apropien de los documentos y mecanismos del derecho internacional de los derechos humanos en favor de su ejercicio del DPVC. 

En el caso de beatriz el texto forma parte de la mesa DERECHOS CULTURALES, DESIGUALDAD Y PARTICIPACIÓN CIUDADANA realizada el Jueves 22 de octubre en el marco del seminario Intersecciones Vol. 2. Repensar desde El Salvador las relaciones entre cultura y desarrollo en tiempos de pandemia

Seguir insistiendo sobre la vida digna: Sostenibilidad de una ciudad participativa

Santiago Eraso

Además de los propios cuerpos que habitamos (soma) y las subjetividades que nos atraviesan–Paul B. Preciado llama somateca a ese archivo biopolítico que nos determina en términos de clase, raza, diferencia de género o sexual – si hay un lugar (topos) donde la cultura también se constituye en elemento vertebrador de nuestra evolución y del desarrollo del tiempo histórico y su materialidad, ese es la ciudad. Sin ir más lejos, ahora mismo os hablo desde un pueblo de la costa malagueña, paradigma del turismo universal. Como sabréis Málaga, en términos relativos  a su dimensión, probablemente es la ciudad del mundo con más museos pensados casi exclusivamente para ser visitados solamente por turismos. Es evidente que esa identidad urbana predetermina los modos y las maneras de vivir de todos sus habitantes.  

Desde las míticas ágoras griegas o precolombinas hasta las actuales megalópolis africanas, pasando por las primeras ciudades medievales europeas y las coloniales hasta llegar a las industriales y las financieras, todas ellas son el espejo del régimen económico, la estructura social y las formas de vida que las han ido determinado. En su arqueología podemos descubrir las huellas de la democracia y su otra cara, las autocracias y  totalitarismos, el origen del comercio y su colofón el capitalismo, las luchas contra la acumulación de bienes comunales o contra la segregación de las mujeres, la historia de la expansión colonial junto al genocidio indígena, el esclavismo o el racismo, las políticas extractivistas de la naturaleza, pero también el surgimiento de las naciones modernas y el constitucionalismo, los procesos de liberación anticolonial, el sindicalismo, las luchas obreras y los movimientos ecologistas, los desobediencia civil, feministas, frentes de liberación de homosexuales y lesbianas y trans, en fin, la larga historia de los derechos humanos por la libertad, la igualdad y la fraternidad, construida con discontinuidades felices y trágicas. 

Todas esas luchas, siempre encarnadas en cuerpos que se van haciendo cargo de sus trozos de mundo y de sus vidas compartidas, han ido reconfigurando el derecho a habitar la tierra y sus ciudades mediante diferentes formas de presión globales, con cierto rasgos y objetivos comunes, pero también específicos con acciones siempre localizadas en experiencias situadas de todo el mundo. Ahora mismo, mientras hablo, recuerdo cuando, hace dos años, asistí en Media Lab Prado de Madrid al debate titulado Derecho a la ciudad/Derecho a otros imaginarios de lo urbano coordinado también por Grigri Project, en el que se remarcó la importancia de actuar localmente, a la vez que se activaban redes internacionales de cooperación. Entonces pudimos comprobar, a través de varios casos de estudio, la potencia de intervenir en contextos específicos, pero compartiendo preocupaciones comunes que nos afectan a todos. El día que asistí, escuchamos las experiencias de Ibrahima Wane de Dakar (Senegal), Monza Kane Limam de Nouakchott (Mauritania) e Itziar González de Barcelona (empeñada entonces y ahora, con dificultades, , en sacar adelante el plan de “rescate” de Las Ramblas, precisamente uno de los mejores ejemplos donde hemos podido comprobar, a lo largo de todos estos año, como la ciudad se ha convertido, a través del turismo y otras muchas formas de urbanismo especulativo, en otra materia prima de extracción de bienes públicos y acumulación por expropiación). En aquel encuentro, se volvió a constatar que, salvando las distancias y atendiendo a especificidades concretas, las ciudades son el espejo fiel del modelo global económico capitalista que gobierna el mundo y, en consecuencia, concluimos en que, para responder desde otros parámetros políticos y socioeconómicos deberíamos pensar y actuar teniendo muy presente que la vida de las personas de todas esas ciudades es también interdependiente y nos concierne a todos. De hecho una parte, cada vez mayor, vive y trabaja ya a nuestro lado, y su función política, su salud social y la sostenibilidad de sus vidas es responsabilidad mutua. No había más que escuchar hace unos días en estos mismos conversatorios a Ana Longoni, Directora de Actividades Públicas y el Centro de Estudios del Museo Reina Sofía de Madrid, cuando nos describió algunas de las iniciativas desarrollas por la plataforma Museo situado con las comunidades populares de Lavapiés, el barrio donde se inscribe el museo, y que, a través de su colectividades migrantes, asiáticas, africanas y latinoamericanas, refleja de forma ejemplar las paradojas y contradicciones, intersticios, potencias y vacíos, de las ciudades, a través de los cuales el arte y la cultura pueden convertirse también en elementos simbólicos y expresivos que acompañan los largos procesos de la transformación social. Parafraseando a Jacques Rancière en El reparto de lo sensible. Estética y política, cuando nos dice que el arte debe dar cuenta de la parte sin parte, mediante la capacidad de incorporar a aquellos sectores anónimos haciendo visible el poder de sus ficciones, metáforas, historias y formas artísticas que interrumpen la realidad y redefinen el mapa de lo posible.  

Ahora bien, más allá de las buenas palabras, tal y como mencionaba el antropólogo y geógrafo Neil Smith, podríamos preguntarnos si, tal como humanamente nos conducimos en el planeta, ¿son posibles ciudades democráticas después del neoliberalismo globalizado? Porque ningún análisis prospectivo sobre la situación actual y el futuro de las ciudades debiera desligarse del sistema económico, las estructuras sociales y las relaciones interpersonales en las que, queramos o no, estamos inscritos; del mismo modo, que no podemos obviar cómo han actuado y qué responsabilidades tienen los estados y sus administraciones en la configuración de nuestras ciudades; en demasiadas ocasiones al servicio de las políticas más neoliberales.   

En aquella breve conversación, Itziar González me hablaba de las graves dificultades burocráticas y desidias políticas a las que su equipo multidisciplinar tenía que enfrentarse para intentar sacar adelante las reformas urbanísticas propuestas, y compartía conmigo la frustración que le generaba la lentitud de la toma de decisiones en las instancias políticas responsables. Sin embargo, a pesar de todo –continuó- «seguimos luchando con la colaboración de las comunidades de vecinos, sobre todo las más implicadas y los mas activos, el equipo intentaba avanzar sin caer presa del desánimo y la derrota definitiva».  

Para los que hemos trabajado siempre como servidores públicos en proyectos de la administración pública, convivir con la decepción ha sido el pan nuestro de cada día, pero tanto Itziar como yo coincidíamos en que, a pesar de las dificultades y fracasos, nunca había que dejar de intentarlo, porque con la presión popular, las potencias críticas y también el juego de poderes de la política, se podía avanzar en las reformas necesarias, aunque fuera más lentamente de lo necesario.

A pesar de la impotencia, el resultado final de una buena gestión, aunque sea lenta, depende en gran medida de la potencia que se desarrolla fuera de los aparatos del estado. Como subraya Miguel Benasayag en Política y situación. De la potencia al contrapoder un gestor administra (mejor o peor) la potencia; un rebelde la despliega, crea y lucha. Es decir, parafraseando a Amador Fernández Savater, se trataría de estar atentos a las potencias que crecen en la sociedad para no caer abatido por la melancolía del paradigma del gobierno que nunca termina de satisfacer. Rita Segato insiste en actuar desde lo que ella denomina el proyecto de los vínculos, que a su vez retoma el concepto movimiento de la sociedad de Aníbal Quijano

En aquella conversación me vino a la memoria la ciudad por proyectos, la consigna que Luc Boltanski y Eve Chiapello enunciaran en el año 2002 en su célebre El nuevo espíritu del capitalismo, donde se afirmaba que no había posibilidad del derecho a la ciudad sin tener en cuenta, en primer lugar y sobre todo – decían- la existencia de una crítica institucional tenaz e inventiva generada en  los movimientos sociales, que serían el embrión para ejercer una presión constante sobre los representantes políticos y sobre los funcionarios de alto nivel. Porque la condición de cualquier acción reformista depende también de la participación de funcionarios, políticos y gestores empresariales, lo suficientemente autónomos como para abrirse a cierto sentido común de la justicia y concluían diciendo que todos estos distintos actores son susceptibles de desempeñar un papel impulsor en la experimentación de nuevos dispositivos, de apoyar reformas y de poner su pragmatismo y su conocimiento al servicio del bien común.  

Reconozco que, según van pasando los años, ante la frustración que produce la poco capacidad que tienen los estados y los organismos internacionales para asumir reformas, cada día creo más en el principio de subsidiaridad que en su definición más amplia, dispone que un asunto podría ser resuelto por la autoridad más próxima al objeto del problema que se quiera resolver. Aunque su origen se inscribe en la teoría social católica que pone en el centro a la familia, también es una de las características del federalismo, la base organizativa del anarquismo, basado en la libre unión de las personas, comunidades o regiones, respetando el derecho a la diversidad.

De ahí mi cercanía con las políticas municipalistas o con las micropolíticas que tienen que ver con las acciones vecinales, las comunidades implicadas en las gestión de los barrios, la multitud de pequeñas y medianas experiencias que están ligadas a la construcción de dinámicas políticas y sociales de autodeterminación; incluso “contrapoderes” que, en cierta manera, escapan de procesos de captura estatal, siempre complicados porque, como ya he repetido, a veces deben hacerse con la complicidad de una parte de esas estructuras institucionales. En fin, plataformas de iniciativas ciudadanas de todo tipo, redes digitales de comunicación crítica, de participación, seguimiento y control de las instituciones, presupuestos participativos o nuevos planteamientos de revisión del sistema de representación tradicional como el “sorteo”, que ya ha tenido algunas aplicaciones locales e internacionales. 

Los movimientos sociales siempre han sido un permanente intento de reinvención institucional. No se reducen a pedir cosas, sino que son también instancias creadoras de nueva realidad, dice Alain Badiou en El despertar de la historia. Se podrían enumerar numerosas redes cooperativas de la economía social de cercanía (con nosotros está en este encuentro Diego Peris que es miembro activo del Proyecto Mares de economía social) que se piensan desde la producción y  distribución de bienes ecológicamente eficientes, que prevalece y produce contra la economía especulativa o contra la acumulación de beneficios mediante la explotación de consumidor*s y productor*s. También formas de organización que reactivan el sindicalismo, transformándolo de sus actuales derivas ensimismadas o corporativistas: el sindicato de inquilinas e inquilinos por el derecho a la vivienda digna y la modificación de la ley de arrendamiento, herederas de la PAH Plataformas de Afectados por la Hipotecas o de V de Vivienda, las mareas por los derechos de salud y educación públicas, el sindicato limpiadoras de hotel, denominadas las Kelly, el sindicato de Manteros y Lateros, que denuncia el racismo y la violencia institucional, la persecución del colectivo migrante y reclama la legalización de la venta ambulante; en fin, las organizaciones de precarios; respuestas colectivas en defensa de los espacios públicos y comunes y por el derecho a la ciudad para todos y todas: los centros sociales o los huertos urbanos y otro tipo de organizaciones como las librerías y editoriales independientes, asociaciones culturales y de artistas, pequeñas empresas dedicadas a la producción y distribución de comercio justo, cooperativas ecológicas de agricultores y de alimentación o de cuidados etc.. sólo por citar las más conocidas. Una extensa  red de experiencias, muchas veces silenciosas, a veces informales, que conforman un entramado de intersticios económicos y sociales por donde fluye la potencia afectica de otra posible ciudad.  

Todas estas iniciativas y proyectos tienen en común ser un motor de cambio social en el corazón de la ciudad y sus barrios. Su objetivo es conseguir mayores cotas de agencia y auto-gobierno en la definición y defensa de los derechos de quienes la habitan, de modo que la ciudad sea un bien común de todas y para todas. A veces, alineadas con programas municipales que también buscan el empoderamiento de la ciudadanía; otras, en antagonismo directo con la administración, este tipo de iniciativas nos dan pistas sobre algunos de los retos que plantea la defensa del derecho a la ciudad, sobre qué significa el derecho a la ciudad y qué condiciones deberían darse para lograr este derecho. 

Sin  ninguna duda, la actual crisis, derivada de la pandemia producida por la Covid19, sitúa de nuevo en el centro de nuestras vidas la oportunidad de activar otras políticas ecológicas, feministas y fraternales, que nos conduzcan a una transición económica mucha más justa con los desposeídos y desposeídos de la tierra. Algo parecido ocurrió durante la crisis financiero-inmobiliaria de principios de siglo, pero de bien poco sirvió. Entonces se llegó a proclamar con la boca pequeña la reforma del capitalismo, incluso la refundación de un nuevo comunismo democrático –de allí surgieron las sucesivas revuelta de las plazas públicas, la aparición de nuevas fuerzas políticas progresista-, mientras las fuerzas hegemónicas se reorganizaba y rearmaba -nunca mejor dicho- para seguir actuando como si nada hubiera ocurrido. En poco tiempo volvimos a las andadas y en el sector cultural, que en este conservatorio nos concierne particularmente, tras los ajustes precisos, que afectaron más a unos que a otros la maquinaria volvió a reproducir el modelo anterior. No tengo duda de que esta vez no debiera ser así, pero he de reconocer que mi pesimismo se pega a mi ingenuidad. 

En el nuevo escenario que se nos presenta, al sistema del arte y la cultura no le convendría estar exentos de un análisis crítico respecto a su función social y educadora porque, precisamente en contra de esa misión, en demasiadas ocasiones ha funcionado con la misma lógica productivista, acelerada y consumista que la economía capitalista impone en nuestras vidas. Además, en una deriva poco comprensible de imitación, el sector público ha tendido a reproducir esas dinámicas, convirtiendo gran parte de la actividad cultural en valor de cambio, en lugar de fomentar su valor de uso accesible y universal, no necesariamente gratuito, aunque también cuando fuera pertinente. 

Cierto corporativismo del sector cultural –sobre todo las grandes promotoras de servicios-  en connivencia con los discursos de una gran parte de las instituciones, sigue insistiendo en que la preocupación principal del mundo del arte y la cultura es el mantenimiento de su industria, despreocupándose de la supervivencia de un ecosistema mucho más complejo que, además de mercancías, produce una vasta y profunda red de bienes comunes in-apropiables que, aunque se desarrollan en gran medida dentro de una economía de intercambio de servicios, es decir con trabajo remunerado – como en el sistema educativo o sanitario- no necesariamente se producen con fines estrictamente mercantiles o industriales y, desde luego, mucho menos especulativos o financieros.  

Estos días han vuelto a resurgir las críticas más radicales contra la inoperancia de las instituciones culturales que, para poder cubrir los ingentes gastos internos de su mantenimiento tras los sucesivos recortes, han ido reduciendo paulatinamente los recursos destinados a los creadores autónomos y a todas sus agencias de mediación. Y hemos escuchado la voz de cientos de trabajadores culturales preocupados por la situación de desamparo en la que se encuentran y por el incierto futuro laboral  que les espera. La mayoría son precarios y precarias que sostienen gran parte de los servicios –y muchas de las tareas de cuidados necesarios – y están estructuralmente fuera del sistema institucional protegido.

Alguien se preguntaba, ¿para qué queremos las instituciones si únicamente se sirven a sí mismas? Frente a esta posición nihilista, este puede ser un buen momento para volver a pensar (revolver) todo el sistema desde otros parámetros más justos para todas. 

No me cabe duda de que, ahora más que nunca, cierta contención ecológica debería atravesar la producción cultural, tanto en cantidad, pensando menos en acelerar la máquina productiva -la inflación de actividades es abrumadora- como en calidad, atendiendo mucho más a los aspectos reproductivos de la vida, con más cuidados mutuos y, sobre todo, menos precarización laboral. Menos concentración y masificación y más descentralización, más diseminación cuidadosa y respetuosa con la comunidad y el medio. Mucha más colaboración interinstitucional y menos competencia ensimismada. Para salir de esta crisis con dignidad y cierta justicia distributiva, más allá de otras medidas generales y universales como la renta básica, el pleno derecho al acceso a los servicios de salud, la educación, etc. Habrá que invertir los recursos de las instituciones culturales públicas mucho más y mejor en las personas y las redes de pequeñas y medianas asociaciones y empresas que proveen y trabajan en la producción de contenidos y, entre todas las partes implicadas (políticos responsables, instituciones titulares, equipos directivos, trabajadores y sindicatos, etc.), racionalizar y reorganizar la economía pública del sector. Sé que es muy complicado, pero esta vez el ajuste no se debiera hacer a costa del eslabón más débil, pero absolutamente necesario en la cadena de valor del sistema cultural. Me consta que muchos técnicos están en ello. 


Este artículo forma parte del ciclo de conversatorios ¿Qué implica experimentar la ciudad? realizados como parte del proyecto en red Experimenta Ciudad realizados de manera virtual entre los meses de octubre y noviembre de 2020 con la coordinación de Grigri Projects.

Colaboratorios: Poner el conocimiento, la comunidad y la cocreación en la base

Laia Sánchez

Vivimos una situación excepcional en la que los sistemas, procesos, recursos y nuevas dinámicas sociales acompañan a la ciudadanía en búsqueda de respuestas, pero es imprescindible que el compromiso personal se sitúe en el centro de la acción que defiende lo común y lo público. Vimos cómo sucedía así durante la pasada primavera, cuando todas afrontamos una situación muy complicada.  Ahora, ante una nueva embestida observamos preocupados cómo ese compromiso ciudadano se empieza a debilitar.

Es urgente conectar la innovación ciudadana y la participación democrática.  Para hacerlo, el sector público, desde todos sus niveles e instituciones, ha de contribuir a articular una estructura estable que abra y sostenga procesos de participación e innovación que den a la ciudadanía un papel activo y corresponsable de la construcción de su futuro. Por eso, es necesario poner el conocimiento, la comunidad y la cocreación en la base. 

Necesitamos un sistema transversal, distribuido e híbrido que incorpore el potencial digital de la red. Una estructura que podamos sostener. Ésta debe ser pública y va a ser básica para identificar, visibilizar y movilizar el conocimiento, la inteligencia y la acción colectiva de la ciudadanía. 

Esta implicación de la ciudadanía no es sólamente útil, es una necesidad que por momentos se convierte en crítica. Sobre todo, si además de la salud de nuestra población queremos garantizar nuestra salud democrática

Ante la situación, observamos con consternación los riesgos que acompañan a las tensiones que estamos viviendo. No debemos desviar la mirada ante el auge de los populismos, pues éstos no dejan escapar oportunidad para ganar terreno. Su avance decidido y organizado representa la más oscura sombra del siglo XX que revive proyectada sobre los recién estrenados años 2020. 

La capacidad de respuesta social organizada que desde los años ochenta se fue desarticulando bajo las promesas y visión del mundo neoliberales, puede volver a crecer igual que también el miedo y la frustración son alimento de los populismos.  

El futuro de una sociedad democrática que respete derechos y libertades fundamentales lo hemos de construir juntas entre el sector público y la ciudadanía.  Esta incorporación de la ciudadanía es una cuestión fundamental porqué de su implicación o no implicación depende la futura relación entre la ciudadanía, lo público y lo político.

Ciertamente, estamos viviendo una batería de intervenciones, recomendaciones y llamadas a la colaboración a la sociedad civil por parte del estado y desde las distintas administraciones e instituciones que buscan garantizar la salud pública. Pero es un hecho que estas medidas y restricciones afectan y limitan libertades de movimiento y de encuentro. También se limitan muchos usos del espacio público, de las instituciones y sobre la actividad privada. De este modo, la ciudadanía hemos visto recortadas nuestra libertad de movimiento, de relación, nuestra actividad laboral, muchas economías familiares y también nuestras relaciones personales y con todas las instituciones ya sean sanitarias, educativas, culturales, deportivas, servicios sociales, judiciales. Todas nuestras relaciones están siendo afectadas.

Sabemos que estas limitaciones y recortes son parte de la respuesta a la crisis sanitaria que nos atraviesa, pero justamente por esta defensa de lo democrático es importante ofrecer una vía alternativa también desde las instituciones públicas para dar respuesta a ese replegamiento que nos cerca y aisla. 

Es precisamente este retroceso lo que hace urgente la incorporación de medidas y recursos que sostengan nuevos espacios seguros, híbridos (presenciales-virtuales) que den un lugar activo, creativo, y co-responsable a la ciudadanía para que contribuya con su conocimiento, capacidades y valores para construir futuro y responder a los complejos retos que estamos enfrentando como sociedad. ¡No la infantilicemos!

Por tanto desde las instituciones públicas debemos trabajar y coordinarnos para abrir estos espacios de participación respecto a todos aquellos procesos que seamos capaces de generar. Ésto debe extenderse a través de ámbitos territoriales que vayan desde los barrios, a lo local, metropolitano, comarcal, regional, estatal e internacional.

También deben hacerlo a través de los distintos departamentos o ámbitos sectoriales. Todas las instituciones públicas vinculadas a Salud, a Educación, a servicios Sociales, e Igualdad, a Cultura, al Deporte y Medio ambiente, etc, han de ser llamadas a conectarse a este sistema de participación democrática e innovación ciudadana.

Todo el sistema público sería más eficaz al comprometerse con esta implicación, empezando desde las instituciones más próximas a los ciudadanos. Por tanto, en esta nueva estructura, las instituciones, que son interfaces del sistema público con la ciudadanía como son los centros de atención primaria, las escuelas, universidades, las Bibliotecas, centros cívicos, centros culturales, los laboratorios ciudadanos son esenciales. 

Pero esta estructura no puede funcionar con las viejas lógicas y operativas que tradicionalmente han sido dominantes y extractivas. Se necesitan nuevas formas de hacer que sean respetuosas con el conocimiento y competencia de la ciudadanía y sumen en los recursos y competencias de los agentes públicos, políticos y técnicos implicados que trabajan para hacer posibles las respuestas coproducidas. 

Se trata de contribuir y enriquecer al ecosistema de innovación ciudadana desde lo público promoviendo su capacidad creativa y evitando la desertización de la confianza de la sociedad civil en la administración.

Lo público necesita abrir urgentemente esos espacios híbridos a la ciudadanía para que ésta pueda sentir que es llamada a ejercitar los valores solidarios y de compromiso con el bien común. La acción colectiva no tiene por qué darse exclusivamente en forma de manifestaciones a pie de calle, también puede expresarse en procesos participativos, deliberativos y de cocreación. Podemos ofrecer vías útiles para canalizar la energía positiva, solidaria, preocupada y que ésta no se convierta en pura frustración.  

Las personas podemos sacar lo mejor o lo peor de nosotras mismas. El deseo de ocuparse de los retos compartidos también está en nuestro ADN y por eso es como la hierba, que vuelve a crecer si encuentra aunque sea una brecha que se abre en duro asfalto, o en los muros de las instituciones. Preguntemosnos ¿Qué tipo de inercias queremos alimentar desde lo público? 

Desde el inicio de la crisis del COVID-19 y precisamente por su dureza y gravedad, hemos visto y vivido cómo era posible canalizar la enorme energía generada por la preocupación y la solidaridad en formas colaborativas extraordinarias pero posibles. Porque ante la dificultad, muchas personas han salido y salen al encuentro del bien común. Y lo han hecho a cada llamada a la participación que ha sabido conectar con sus valores y que les ha ofrecido espacios de colaboración, donde en la medida de sus posibilidades, han podido contribuir a dar respuesta a los retos que enfrentamos como sociedad. 

Han sido numerosos los ejemplos a nivel nacional e internacional.  Desde los laboratorios ciudadanos hemos podido ponernos a su lado y formar parte de distintas llamadas a la acción. Entre ellos, FrenaLaCurva es una de esas experiencias memorables que ha permitido sumar fuerzas e inteligencia y que ha sido capaz de traspasar fronteras.  Desde un primer momento en Citilab nos quisimos sumar a la llamada de Raúl Olivan desde Aragón. Allí nos encontramos con compañeras de otros laboratorios, de la universidad, de la administración pública, de asociaciones, colectivos. y personas que se sumaron a sus llamadas a la colaboración: Mapeo colectivo de iniciativas ciudadanas, Laboratorios distribuidos, Mapa de ofrecimientos y necesidades, Desafíos comunes y un Festival de Frena la Curva. Fueron diversas las llamadas a la acción durante las largas semanas del confinamiento de primavera.

Fue precisamente en el marco de Desafíos comunes, cuando junto a Ricardo Antón de ColaBoraBora y Javier Ibanez de Las Naves de Valencia nos pareció importante abrir un espacio para pensar cómo sostenemos esa colaboración, y lanzamos nuestra propuesta para abrir otra acción más en el marco de FrenaLaCurva. Contamos con el apoyo del equipo impulsor y de la comunidad iberoamericana.

En muy poco tiempo, en el Colaboratorio configuramos un grupo motor comprometido: Alberto Flores de Makea tu vida, Ibai Zabaleta de Medialab Tabakalera y Marcos García de Medialab Prado, Adolfo Chautón y Josian Lorente…juntas empezamos a invitar a muchas más compañeras a participar en ese espacio para poder pensar justamente ésto:

¿Cómo mantenemos la colaboración después del confinamiento? 

Teníamos claro que nos íbamos a necesitar más allá de esa primera embestida de la crisis.  En El Colaboratorio hemos contado con más de 150 personas, que de alguna manera forman parte de este ecosistema  y que participaron para pensar juntas en articular una red que abarcase no sólo a laboratorios e instituciones. 

Vimos fundamental articular una estructura con lógica de ecosistema que sumara a los agentes de la sociedad civil, de colectivos, o personas que trabajan en la inclusión de la ciudadanía en las diversas áreas de la sociedad. Así, agentes del mundo educativo, la universidad, la cultura comunitaria, las bibliotecas, la economía social y solidaria, el urbanismo, el medioambiente, la participación, la inclusión y agentes del sector público y las instituciones, nos dimos un tiempo y un espacio para pensar juntas y destilar qué es necesario para sostener esta colaboración. 

Ahora, después de esa reflexión que ha tomado forma en la reciente publicación de “Y si nos enredamos”, lo tenemos más claro y hacemos una llamada para que desde las instituciones sea cual sea su àmbito y nivel, se apueste por la participación democrática y la innovación ciudadana.  Ahora es momento de dejar de actuar puntualmente, individualmente y al ritmo que nos marcan los acontecimientos. Es momento de mirar a los lados, organizarse y coordinarse comprometiendo estrategia y recursos. Desde el Colaboratorio proponemos federar recursos y configurar el ICOSISTEMA [Ecosistema de innovación ciudadana].

Porque además de hierba resiliente y testaruda, necesitamos jardines, parques y bosques de participación e innovación ciudadana. Si hoy no podemos ocupar los parques y plazas de nuestras ciudades para que se conviertan en ágoras, ocupemos espacios digitales. Pero aunque sea complicado, no renunciemos a los espacios presenciales, adaptémoslos, cuidémoslos,  siguiendo aquellas medidas que sean necesarias. Debemos mantenerlos y defenderlos a toda costa. 

Si ahora toca trabajar más lo digital y distribuido, hagámoslo para que, cuando regresemos a la presencialidad,  podamos recoger la cosecha. Un campo vuelve a ser más fértil tras un tiempo de barbecho. Hagamos permacultura, apliquemosla a los ecosistemas de innovación ciudadana. 

Que la participación en lo público se convierta en un círculo virtuoso a partir de la alianza con la sociedad civil es clave más allá de las urnas. Esta relación de nueva confianza puede tejerse como una nueva forma híbrida que sume los recursos digitales y de internet con el potencial de las personas. 

No caigamos en análisis ingenuos, pero tampoco dejemos crecer entre nosotras el paisaje de la catástrofe y la desolación que trae consigo la imposibilidad de planear y dar respuesta a los retos que enfrentamos.  

La defensa de lo público, como aquello que es de todas las personas, es un proyecto irrenunciable para cualquier gobierno progresista. Para conseguirlo necesitamos co-diseñar una estrategia que organice e implemente procesos que escalen los peldaños de la escalera de la participación democrática para que sus niveles dedicados a la colaboración y el empoderamiento ciudadano se conecten con el sistema de innovación para que éste incluya a la ciudadanía

  1. Articular esta estructura es una nueva política que defiende el estado del bienestar y la democracia. 
  2. Los que ya somos parte de este ecosistema desde hace años contamos con experiencia y conocimiento que hemos aprendido de aciertos y errores y que es hora de que nos organicemos y pongamos en la agenda política y  en los planes de acción de nuestras instituciones.  
  3. Esta necesidad debe traducirse en medios humanos y materiales para hacer sostenible esta nueva estructura.
  4. Estos recursos han de venir de los fondos públicos europeos y estatales, regionales, municipales para dar respuesta a esta crisis y para la reconstrucción de nuestra sociedad.
  5. Los recursos no han de ser capitalizados por las estructuras existentes, han de ser federados y capilarizar y llegar a todos los agentes del ecosistema de innovación ciudadana.

No empezamos de cero, este movimiento ya ha crecido, ha madurado y ha demostrado contar con masa crítica, potencial, utilidad y valor social, democrático y económico. Desde lo público ahora debe darse el siguiente paso.

Los laboratorios ciudadanos, los agentes de la cultura comunitaria, de la participación democrática, de la economía social y solidaria de la educación, de la salud, de la defensa del medio ambiente, del derecho a la vivienda… tod@s las que trabajamos para transformar las cosas junto a la ciudadanía, formamos parte del ecosistema de innovación ciudadana y contamos con la experiencia, conocimiento, métodos y personas capacitadas para acompañar a las instituciones públicas para poner en marcha esta nueva estructura donde la ciudadanía ha de jugar un rol central al lado de tècnicos públicos, agentes del sector privado y de la universidad de su territorio.

Existen medios y modos para dar fuerza a este movimiento que ya ha empezado y que se ha expresado claramente durante el inicio de la crisis del COVID-19 y que se está liderando desde las vanguardias ciudadanas e institucionales.  Son muchos los métodos, y formatos que empiezan por la información y la sensibilización, continúan por el diálogo, la deliberación  y  la propia innovación ciudadana.  

Tras más de una década aprendiendo en los distintos proyectos y acciones, desde Citilab entendemos que es necesario tratar a la sociedad no como una masa, sino como un sujeto  hecho de una multitud de sujetos que aportan al conjunto su diversidad y riqueza de conocimientos, saberes, capacidades y compromiso.  

Por eso en el diseño de estas estrategias y procesos aplicamos una metodología, una estrategia, una caja de métodos y tácticas que llamamos de las 3H (Head:conocimiento, Heart:comunidad, Hands: cocreación) que quiere activar al sujeto colectivo que es un ecosistema de innovación ciudadana.  Se empieza por identificar y conocer los agentes (ciudadanía, administración, empresa, universidad) y retos de un territorio. A continuación se trata de promover el trabajo con comunidades y abrir procesos de co-creación que inviten a la ciudadanía a codiseñar y prototipar en entornos reales posibles respuestas a los desafíos de nuestro tiempo. 
Para conseguirlo abrimos laboratorios vivos (living labs), laboratorios ciudadanos como espacios de experimentación, hospitalarios, seguros, ricos en herramientas, métodos y maneras donde invitar a la ciudadanía a descubrir, dialogar, deliberar,  diseñar, explorar, prototipar, equivocarse, aprender y generar conocimiento e innovación en compañía!  Y por eso también defiendo que el pensamiento computacional, de diseño, la alfabetización transmedia y los «CO» son algunas de las competencias o superpoderes ciudadanos.

Aprender a innovar debe convertirse en un derecho universal.



Este artículo forma parte del ciclo de conversatorios ¿Qué implica experimentar la ciudad? realizados como parte del proyecto en red Experimenta Ciudad realizados de manera virtual entre los meses de octubre y noviembre de 2020 con la coordinación de Grigri Projects.

El CCESV/lab es un espacio virtual de pensamiento, creación e innovación del Centro Cultural de España en El Salvador.

Este espacio nace como una extensión natural de nuestro trabajo de promoción y fortalecimiento de la cultura y está concebido como un espacio de encuentro, diálogo y debate, para fortalecer la investigación, el análisis y el pensamiento crítico.

El CCEVS/lab se plantea como un lugar de creación de redes y de nodos de encuentro entre los agentes culturales de El Salvador, España e Iberoamérica, siempre para posicionar la Cultura, en su dimensión vinculada al desarrollo, como un aspecto esencial y un bien común necesario de nuestra sociedad para poder imaginar y proyectar un mundo futuro más justo, igualitario y sostenible.

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El Centro Cultural de España en El Salvador (CCESV) abre sus puertas al público en 1998. Desde entonces se ha convertido en uno de los referentes de la cultura, del arte, del desarrollo y la libertad de expresión en San Salvador. Es, además, un importante agente cultural para el intercambio y el diálogo a nivel centroamericano e iberoamericano, ofreciendo alternativas para luchar contra las desigualdades y a favor de la identidad, la memoria y la diversidad.

Desde 2001 se buscó la descentralización de actividades, efectuando exposiciones, conciertos y teatro en otras ciudades del país. Ese mismo año se realizó la ampliación del Centro con obras de adecuación y construcción de una segunda planta.

Situado en la Colonia San Benito en San Salvador, el CCESV dispone de un espacio de una sala multiusos para exposiciones y actividades, una radio on line y una mediateca; además de un patio exterior para actividades al aire libre.