Búho o la amnesia incesante

Por David J. Rocha Cortez

Imágenes que suceden en el escenario como ráfagas, un espacio minimalista, técnicas heterogéneas que evidencian la ruptura del purismo; dos cuerpos, dos actores que se valen de sus recursos físicos para contarnos una historia narrativamente compleja, un diseño de luces que constituye otro hilo dentro de la historia; imágenes que al igual que la memoria, que al igual que el recuerdo, nos interpelan como espectadores y nos va metiendo en la introspección más profunda. Todo esto pasa frente a nosotros en el espectáculo Búho de Titzina Teatro, la compañía española que dio cierre al V Festival de Teatro Hispanosalvadoreño.

La historia se detona cuando Pablo, personaje principal, sufre un ictus mientras trabaja. Él es un antropólogo forense especializado en yacimientos paleolíticos. El personaje está en su cotidianidad subterránea y desde ahí enuncia un doble juego entre el vacío de la amnesia y la inmersión en la tierra. Esta historia, aunque parezca sencilla, no está contada de forma lineal y esto complejiza la dramaturgia. Al igual que los recuerdos, vemos sobre el escenario una enmarañada trama de acciones que nos llevan a un ir y venir constante. El trabajo con el tiempo y con los espacios de la ficción son puntos que sobresalen. La historia desdibuja límites entre los problemas cotidianos de la amnesia repentina de Pablo, las visitas al médico, las imágenes del pasado que suceden en sus recuerdos o en sus momentos de lucides, el conflicto por recordar y la cueva, la gruta, el espacio geográfico de la ficción al que la obra constantemente vuelve. Esta complejidad narrativa tiene exploraciones y soluciones eficaces.

Diego Lorca y Pako Merino son los actores y artífices principales de la puesta en escena. Ellos evidencian en el escenario las posibilidades del teatro físico aprendido en la Escuela Jacques Lecoq. Y en este sentido, es fundamental señalar la forma en la que el ritmo del espectáculo está construido. Hay pausas, silencios, suspensos, escenas agitadas, momentos oníricos y en toda esta marejada de tiempos e imágenes el cuerpo de los actores es central. Vemos a Diego y Pako desplegar sus potencialidades sobre el escenario con una precisión técnica que muy pocas veces vemos en nuestros escenarios. Y no me refiero solamente a la belleza y al cuido de las imágenes, estoy hablando de una comprensión más profunda de la expresión del cuerpo. Los actores se transforman en los personajes y, muchas veces, sin decir una palabra sus cuerpos nos muestran las potencialidades expresivas y las posibilidades de un lenguaje que no tiene a la palabra como centro. Esta idea la relaciono con una forma de producir teatro que no tiene como base primaria el texto, sino que explora desde las potencialidades del gesto, de la acción, de la kinésis y que luego busca las formas de relacionamiento con el texto.

Además del cuerpo, hay otros elementos que suman al relato como la utilización de los medios audiovisuales. En este caso hay una mixtura que nos recuerda al mundo de las sombras chinescas al proyectar imágenes de arte rupestre sobre una pantalla blanca que todo el tiempo está en el escenario. Pablo, recuerda y tiene flashbacks de ese mundo de los yacimientos paleolíticos y de una forma onírica entramos a sus pensamientos dibujados a través de la pantalla. En un momento del espectáculo, la pantalla blanca que funciona como biombo de la clínica médica se convierte en ese cerebro que recuerda y que trata de conectar imágenes.

Otro elemento seductor en la obra es el diseño de luces que se desdobla en las posibilidades técnicas de la sala y algunos elementos que los actores llevan puestos como por ejemplo cascos con focos. Estas dos posibilidades luminotécnicas propician que la obra tenga elementos sorpresivos que coadyuvan a ese relato fragmentado, oscuro, de contrastes, incluso de momento violentos, traumáticos. Las luces son diseño de Marto Pérez.

Todas estas posibilidades de la ficción, esta historia que vemos sobre el escenario, nace de una investigación que el grupo Titzina hizo en el 2020. Exploraron elementos de la realidad cotidiana, vivenciaron casi como observadores participantes y fueron sacando elementos de las alcantarillas de Madrid, de las noticias locales, de un instituto de rehabilitación de la memoria, en fin, el proceso les arrojó diversos materiales que desde el juego, el gesto, la exploración y el cuerpo fueron tomando forma en el espectáculo que pudimos presenciar.

El paso de Titzina por la Gran Sala del Teatro Nacional de San Salvador fue, sin duda, uno de los momentos más disfrutables de todo el Festival y, sin temor a equivocarme, uno de los mejores espectáculos internacionales que hemos podido ver desde el 2020. Diego Lorca y Pako Merino nos mostraron un espectáculo que, con una economía de recursos, una producción para girar con lo mínimo, presenta una elaborada teatralidad que no deja de tener esa magia del teatro: entretener, conmover, dialogar con los otros. El trabajo del cuerpo, la compleja trama narrativa, el ritmo y la mezcla de lo onírico con lo real y con la ficción teatral con elementos que resaltan dentro de esta puesta en escena. Amnesia, recuerdo, trauma son conceptos que transversalmente se van develando ante los espectadores para mostrarnos otras posibilidades donde todos los elementos escénicos están en pos de contar una historia y volvernos más humanos.

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