En el último fin de semana del IV Festival de Teatro Hispanosalvadoreño y cerrando las funciones en el escenario de la Gran Sala del Teatro Nacional de San Salvador, la Compañía Escena Norte presentó el espectáculo Los niños perdidos, de Laila Ripoll, dirigida por Omar Renderos. La obra estuvo en cartelera durante tres noches seguidas despidiendo la edición de esta fiesta teatral.
Dramaturga, directora y actriz, Laila Ripoll es uno de los nombres imprescindibles de la escena española. Fundadora de la compañía Micomicón en la que ha dirigido más de 20 espectáculos, ostenta el premio Nacional de Literatura Dramática y es graduada de la Real Escuela Superior de Arte Dramático (RESAD). Dentro de su trabajo como dramaturga hay dos grandes líneas exploratorias: la revitalización de los clásicos y el teatro de la memoria. En la primera vertiente, podemos observar textos y espectáculos que reinterpretan desde la contemporaneidad el mundo de los clásicos, sobre todo del teatro del Siglo de Oro y el Shakesperiano; por otro lado, la apuesta por un teatro que traiga al presente el pasado de la Guerra Civil Española con todas sus sombras.
Los niños perdidos junto a los textos Atra Bilis y Santa Perpetua forman parte de la trilogía de la memoria de la autora. El texto, que concierne al espectáculo que nos compete, nos cuenta la historia de cuatro niños en un orfanato después de la Guerra Civil Española. Es decir, nos lleva al contexto de la posguerra, la ascensión de Franco y la ruptura irreparable del tejido social. Además, evidencia el robo y tráfico de niños. Ripoll hace un giro experimental del teatro documental y explora sensibilidades, ficciones y posibilidades teatrales partiendo de la investigación periodística que se encuadra en el documental Los niños perdidos del franquismo de Montse Armengou y Richard Belis. La obra se adentra en el imaginario de la niñez, en las posibilidades de escapar, de resignificar el dolor, el abandono y los traumas que permiten los personajes niños que construye en la obra.
Omar Renderos es uno de los actores más destacados de la escena salvadoreña de los últimos 20 años. No solo por sus capacidades interpretativas, sino por su trabajo como gestor y promotor del teatro dentro del país y en la región centroamericana. Desde hace algunos años explora en la dirección de espectáculos. En este caso, nos propone una escenificación que retoma ese mundo de la ficción infantil atravesada por el horror, el esperpento y lo subrepticio como mecanismos de teatralidad. Dos elementos son fundamentales en esta puesta en escena: el elenco y el diseño de luces. Sobre ellos descansa la construcción de la ficción teatral. La puesta en escena nos propone atmósferas que recurren a las sombras, a lo oculto. Este es uno de los discursos principales del espectáculo en tanto que nos deja entrever los traumas, la muerte, el abandono de los personajes sin caer en la imagen grotesca y melodramática. La obra construye una retórica simbólica que tiene ese horror como sustento. Sin duda alguna el marco de representación está organizado, las imágenes de la puesta en escena cobran sentido sin embargo hay deficiencias con respecto a la dirección de actores. No es lo mismo ser un actor de primera línea que ser un director de profundidad.
Uno de los detalles que sobresalen es la interpretación de Francisco Borja, otro de los nombres imprescindibles de la escena salvadoreña de la posguerra. Logra desdoblarse en dos personajes: la Monja y el Tuso, que es el niño que cuenta la historia. El actor logra vertebrar con filigrana los engranajes de ambos personajes desde la palabra. La Monja se asume desde un estatismo y un rejuego con la sombra proyectada en un telón blanco traslúcido. Este personaje nos lleva por los caminos de la metateatralidad, ya que en la medida que la historia avanza nos damos cuenta que los niños están recordando y reinterpretando su historia dentro del orfanato. La Monja es un personaje de la metaficción. Además, en la escenificación encarna la voz del poder y la violencia directa sobre el cuerpo de los niños. Por otro lado, el personaje de Tuso se encuentra en un limbo de la ficción pues en algunos momentos se hace ver como niño y en otros se hace ver como un adulto que no puede escapar de esa infancia.
Mónica Barrientos, Alfredo García y Marvin Siliézar interpretan a los otros niños de la obra que no son sino el espectro del pasado. Al final del espectáculo descubrimos que la historia no se desarrolla en un tiempo lineal, sino que es el recuerdo que zigzaguea y emerge de la boca de los niños muertos una y otra vez, atormentando al sobreviviente. Los personajes de Lázaro, Marqués y Cucachica son los designados para cada actor, los textos se construyen a partir del diálogo picado que exige precisión para que la acción no se dilate y no caiga el ritmo de las escenas. Por otro lado, la escenificación les requiere un compromiso físico que imprime otro tipo de tiempo. Debo decir que técnicamente esta triada de actores no logra vertebrarse desde las exigencias del texto y la puesta en escena. En principio, asumen sus roles desde el adultocentrismo, desde la caricatura de la niñez que añoña el personaje, a excepción de Mónica que propone un niño con matices, con malicia, que reacciona ante las situaciones límites que va viviendo. Después, emerge cierta inseguridad al verbalizar los diálogos picados pues no se construye desde la escucha escénica sino a partir de la necesidad de soltar los textos. Fisuras que vienen de la relación entre la mirada del director y el trabajo del elenco.
Si bien, la cohesión de esta triada de actores tiene ciertas fisuras es meritorio señalar que al interactuar con la escenografía, diseño de Edwin Villanueva, sucede todo lo contrario. Cada actor está metido en unos recuadros de atrezo que unas veces son cama, otras sitio de refugio, otras materialización de escenas hilarantes o mecanismo visual de metáforas. El elenco se compenetra totalmente con los objetos escénicos. Esta escenografía es íntegramente funcional dentro de la obra e incluso permite verla como artefactos plásticos que se activan con la intervención de los actores. Esta relación entre el elenco y los elementos plásticos es uno de los grandes aciertos de la obra.
El espectáculo de Escena Norte, con el que el Festival Hispanosalvadoreño cierra actividades en el Teatro Nacional de San Salvador, logra escenificar los traumas que viven los niños en la posguerra, pero también es una puesta en escena de los miedos más profundos del ser humano. La lógica del espectáculo propone caminos exploratorios que abren el diapasón estético de la escena salvadoreña. Ojalá se logren afinar las fisuras de la dirección de actores que es una de las fracturas en los nuevos directores del teatro local. Ojalá el espectáculo siga habitando los escenarios locales, al igual que el pasado sigue rodando nuestro presente.